PLATÓN
CRÁTILO
(Extraído de http://www.cayocesarcaligula.com.ar)
El Crátilo es, sin duda, entre los diálogos de Platón, uno de los que más bibliografía específica ha suscitado en virtud de los múltiples problemas que plantea [1] . Dejando aparte multitud de pequeños detalles que van surgiendo a lo largo de todo el diálogo, éstos son los puntos que más discusión han producido: posición relativa del diálogo dentro de la obra platónica, identificación de los personajes, relación de sus teorías con las corrientes de pensamiento de su época y de épocas anteriores, valoración del largo pasaje de las etimologías; en fin, el objetivo último que Platón se propuso al escribirlo. No pretendo -ni es ése el lugar adecuado para ello- exponer con detalle las diferentes opiniones sobre todos estos puntos, aunque sí presentar, de una forma resumida, el estado actual de la cuestión. Sin embargo, por razones obvias ofrezco previamente un resumen del contenido del diálogo.
El Crátilo se estructura, después de una breve introducción, sobre la base de dos conversaciones sucesivas de Sócrates con Hermógenes y Crátilo, siendo la primera la más larga, aproximadamente dos tercios de la obra.
I. Introducción. Hermógenes/Crátilo/Sócrates (383a-385a)
Se inicia el diálogo con una invitación, por parte de Hermógenes, a que Sócrates participe de la discusión que éste ha estado sosteniendo con Crátilo sobre la exactitud de los nombres. Crátilo cede con desgana y Hermógeness plantea el punto de partida; Crátilo sostiene que los nombres son exactos por «naturaleza» (physei), por lo que algunos no corresponden a quienes los llevan, por ejemplo: el mismo de Hermógénes. Éste, por el contrario, piensa que la exactitud de éstos no es otra cosa que «pactó» y «consenso» (synthéke, homología), «convención» y «hábito» (nómos, éthos).
La base de partida de Hermógenes es, como se ve, muy estrecha: no se trata de la exactitud del lenguaje en general, sino de los nombres y, dentro de éstos, de los propios.
Sócrates opina que es un asunto muy serio y que mejor sería ponerse en manos de los sofistas (especialmente, Pródico) -actitud irónica que va a mantener buena parte del diálogo y que pone de manifiesto la poca seriedad que el tema del lenguaje, así planteado, tiene para Sócrates-. Pero accede a indagarlo por el método dialéctico en compañía de Hermógenes.
II. Sócrates/Hermógenes (385a-428b). Crítica de la teoría convencionalista del lenguaje.
1. EN BUSCA DE UNA BASE SÓLIDA. - Sócrates pretende destruir inmediatamente la teoría convencionalista, para adherirse, en principio, a la idea naturalista de Crátilo. Y esto lo hace por los siguientes medios:
a) llevando a Hermógenes, sin que éste lo advierta, desde una vaga postura convencionalista a otra extrema, individualista. Hermógenes había hablado de pacto, convención, hábito «de quienes suelen poner nombres», pero Sócrates le hace admitir que es exacto el nombre que «cada uno pone». Su intención es clara: relacionar esta postura convencionalista con la epistemología de Protágoras, que Hermógenes rechaza en principio;
b) sentado el principio, frente a Protágoras, de que los seres «son en sí» -y, por tanto, las acciones, entre las cuales está la de nombrar;
c) llevándolo a admitir que «se puede hablar falsamente», con lo que se viene abajo definitivamente la teoría de que todos los nombres son exactos por convención.
A través de un paralelismo muy estrecho -y muy del gusto de Sócrates- con la acción de tejer (y otras actividades artesanales), el instrumento, el artesano que lo emplea y el fabricante que lo construye, se llega a la conclusión de que la acción de nombrar tiene un instrumento, que es el nombre, un artesano, que es el dialéctico, y un fabricante, que es el legislador-nominador.
Al final de esta parte del diálogo queda claro que «puede que... no sea banal la imposición de nombres... con que Crátilo tiene razón... el artesano de los nombres no es cualquiera, sino sólo aquel que se fija en el nombre que cada cosa tiene por naturaleza y es capaz de aplicar su forma tanto a las letras como a las sílabas» (390d). Es decir, existe un nombre en sí (forma) que puede encarnarse en diferentes sílabas y letras. Sócrates considera definitivamente liquidada la teoría convencionalista por las consecuencias epistemológicas y -en definitiva- ontológicas que implica. Frente a ella, opone su -todavía tentativa- teoría de las formas que parece ajustarse mejor al naturalismo de Crátilo.
2. ANÁLISIS ETIMOLÓGICO DE LOS NOMBRES (391 d-421 c). - Hermógenes acepta todo ello, pero quiere saber más exactamente «qué clase de exactitud es ésta». Sócrates alude irónicamente de nuevo a los sofistas: habría que ir a aprender de ellos, pero son muy caros y Protágoras ya hemos visto que no sirve. ¿A quién acudir? Nada más barato que los poetas y, especialmente, Homero.
Es así como comienza el análisis etimológico de nombres propios que aparecen en Homero. Tras una primera tentativa, que se abandona pronto, de buscar la exactitud en los nombres que aplican los dioses (así, Janto, Chalkís, Batiéa) o los hombres, más prudentes, frente a las mujeres (así, Astianacte), se inicia el estudio de:
a) nombres propios de héroes y dioses que revelan su naturaleza o función (Héctor, Orestes, Agamenón, Atreo, Tántalo, Zeus, Urano), aunque también se alude de pasada a nombres que significan «rey», «general», «médico»;
b) nombres comunes genéricos: dios, héroe, hombre (y de aquí se pasa a alma y cuerpo). Aquí Sócrates amplía por un momento la estrecha base del punto de partida, para volver de nuevo a nombres propios de dioses;
c) nombres propios de dioses: Hestia, Rea, Crono (con una primera alusión a la filosofía de Heráclito), Poseidón, Hades, Plutón, Deméter, Hera, Perséfone, Apolo, Musas, Leto, Ártemis, Dioniso, Afrodita, Palas Atenea, Hefesto, Ares, Hermes, Pan. En este punto se abandona definitivamente el análisis de los nombres propios y se pasa a nombres comunes de fenómenos naturales;
d) nombres comunes de fenómenos naturales: sol, luna, mes, astros, relámpago, fuego, y se pasa, finalmente, a los nombres comunes de nociones intelectuales y morales;
e) nombres comunes de nociones intelectuales y morales: la inteligencia, el juicio, el pensamiento, la prudencia, ciencia, comprensión, sabiduría, bien, justicia, valentía, lo masculino, la mujer, el arte, el artificio, virtud y vicio, lo bello y lo feo, lo útil y provechoso; lo dañino y lo ruinoso; el placer, el dolor, el apetito, el deseo, el amor, la opinión, la creencia, la decisión, la necesidad, el nombre, la verdad y la falsedad, el ser y la esencia.
Es importante hacer notar aquí que la base común a todos estos nombres es la idea heraclitea de que el Universo está en continuo movimiento [2] . Sócrates relaciona así con Heráclito (como antes relacionó el convencionalismo con Protágoras) la teoría naturalista que Crátilo y él, por el momento, sostienen.
3. EN BUSCA E NOMBRES PRIMARIOS Y «STOICHEiA». LA TEORÍA DE LA MÍMESIS(421c-428b). - Hermógenes que, por lo general, se limita a asentir a lo que va diciendo Sócrates, hace avanzar la indagación con una observación que no hace más que llevar a sus últimas consecuencias la lógica del análisis etimológico emprendido por Sócrates. Todos los nombres analizados hasta aquí son secundarios, es decir, se explican por locuciones en las que intervienen las palabras ión, rheón, doûn, etc., pero ¿y éstos?, ¿cómo se explican? Sócrates abandona ya el juego: no se puede acudir al truco, admitido antes, de decir que son extranjeros. Hay que ir a los «elementos últimos» (stoicheia, lo que no se explica por otro), es decir, a los fonemas mismos. Pero antes de analizar su relación con la realidad, sienta las siguientes bases:
a) La exactitud es una y la misma en los nombres secundarios y en los primarios. No es lícito quedarse en aquéllos, como hacen los sofistas.
b) La exactitud consiste en revelar la esencia de los seres, es decir, el «cómo son».
Las que tienen valor «negativo (censurables), por el contrario, significan «lo que se opone o dificulta el movimiento.
c) Ésta la revelan mediante la imitación: «el nombre es la imitación de la esencia mediante sílabas y letras». El lenguaje es un arte imitativo más, con un objeto propio, la esencia de las cosas. Así como el pintor realiza su imitación del color con los diferentes pigmentos, así «el nominador» realiza su imitación de la esencia con sílabas y letras.
Sócrates ha sentado una base racional para la teoría naturalista, pero sabe que con ella ha sembrado la semilla de su destrucción, y, desde el principio, deja ver su des confianza frente a ella: «parece ridículo que se hagan manifiestas las cosas mediante la imitación por sílabas y letras... lo que yo tengo oído sobre los nombres primarios me parece completamente insolente y ridículo».
Pero, a continuación, expone su idea de la imitación que los elementos realizan, o mejor dicho, algunos elementos (r, d, t, 1, g, n, q, e, o). Con ello parece que el diálogo llega a su término; sin embargo, Sócrates, veladamente, y Hermógenes, con toda claridad, instan a Crátilo a que exponga su opinión sobre los resultados alcanzados hasta el momento. Éste se declara satisfecho sin haberse percatado de que la teoría de la mímesis ha puesto de relieve las contradicciones internas del naturalismo que él sostiene.
III.Sócrates/Crátilo. Crítica de la teoría naturalista (428b-440e).
1. REVISIÓN DE LOS POSTULADOS ANTERIORES (428b-435d). - A partir de aquí se inicia un diálogo de sordos en el que Sócrates hace una crítica radical de la teoría de Crátilo, basándose en el postulado, anteriormente sentado, de que la nominación es un arte imitativo, mientras que Crátilo repite machaconamente -ya sin argumentos- su teoría.
La argumentación de Sócrates es, esquemáticamente, la que sigue:
a) Según ha quedado ya sentado, la exactitud del nombre consiste en que éste revele la esencia de la cosa; es decir, el lenguaje es un arte imitativo.
b) Si es arte, por un lado habrá artesanos buenos y malos, luego el nombre revelará la esencia de las cosas mejor o peor según la cantidad de rasgos que revele de dicha cosa.
Pero, además, es un retrato, es decir, algo distinto de la cosa (no una adherencia o un duplicado de ella, como sostiene el naturalismo de Crátilo), y lo mismo que un retrato se puede aplicar a quien no le corresponde, así el nombre de puede aplicarse al objeto que no le corresponde; es decir, se, puede hablar con falsedad. Por segunda vez se ha probado como falso el célebre sofisma de que no se puede hablar falsamente.
c) Ahora bien, el nombre no solamente puede representar mal la cosa. De hecho, a veces representa lo contrario, como sucede con la palabra sklérótēs, que significa para los atenienses lo mismo que sklerotēr para los eretrios, siendo así que, en un caso, termina en s y, en el otro, en r, elementos que significan, según se explicaba arriba, nociones distintas (r, «movimiento» y s, «agitación»). Y, además, significando «dureza», contiene 1 que denota lo liso, grasiento, viscoso (i. e., loblando).
d) Y, sin embargo, nos entendemos. Aquí Crátilo admite precipitadamente: «sí, pero por ‘costumbre’ (éthos)». ¿Y qué otra cosa es costumbre que «convención» (nómos)? Con esto, Sócrates ha llevado a Crátilo a admitir que, en definitiva, la exactitud del nombre consiste en la convención.
2. ESBOZO DE UN NUEVO PUNTO DE PARTIDA (435d-440e). - Sin embargo, ésta ya ha quedado rechazada, y lo que ahora pretende Sócrates es buscar una salida superadora de los planteamientos iniciales de una y otra teoría.
Para ello pregunta de nuevo a su interlocutor por la función de los nombres: «la enseñanza (o manifestación) de los seres», contesta Crátilo. A continuación, Sócrates introduce una sutil identificación entre conocer y buscar o descubrir losseres, por medio de la cual desvía la corriente de la refutación contra el nominador mismo, último baluarte que le queda a Crátilo [3] . Sócrates postula que tiene que haber un medio, distinto del nombre, tanto para conocer como para buscar los seres, porque éste nos lleva a engaño.
En efecto, el nominador pudo engañarse en su juicio sobre la realidad. Crátilo opone que ello no fue así, porque todos los nombres son coherentes con la idea de flujo universal. A esto, Sócrates responde que pudo equivocarse en el punto de partida y, luego, ir forzando a todos para que se ajustaran a esta idea. Pero, además, inicia el reexamen de una serie de nombres -algunos ya tratados, como epistēmē (ciencia), y otros no- a los que subyace la idea opuesta de reposo; o bien de términos «negativos» que se ajustan a la idea «positiva» de flujo (por ej., ignorancia, intemperancia).
Con esto, se ha llegado a una aporía insoluble desde los planteamientos hasta aquí examinados. Los nombres se encuentran enfrentados -en guerra civil-, lo que indica, por otra parte, que el nominador no es un ser divino, como sugiere Crátilo en un intento desesperado. Y, por tanto, no sirven para proporcionarnos certeza sobre la realidad. El dilema implícito es: o se renuncia a conocer la realidad (si se admite con Crátilo -y con Hermógenes- que el lenguaje es el único medio de conocerla) o se acude a otro. Pero, ¿cuál es éste? Dirigirse a los seres mismos para -si acaso- conocer, después, la exactitud de sus nombres, y no al revés. Aquí Sócrates acude a un sueño que tiene a menudo (como, otras veces, a un mito): ello es que los seres son en sí («el bien en sí, lo bello en sí y lo demás»), porque en caso contrario no habría conocimiento al no existir sujeto ni objeto estable del mismo.
De esta forma, el diálogo se cierra con un rechazo de la filosofía de Heráclito y una insinuación tentativa de la teoría platónica de las formas [4] . Los personajes se despiden con la recíproca promesa de seguir investigando el tema, sin que Platón llegue a deducir las consecuencias implícitas en las premisas establecidas en los últimos párrafos. Y el diálogo queda inconcluso, como tantos otros. Pero la posición platónica es clara; el lenguaje es un camino inseguro y engañoso para acceder al conocimiento de la realidad.
El Crátilo no es el único diálogo platónico que trata el problema del lenguaje, pero sí es el único que trata el lenguaje como problema. Ahora bien, lo mismo que en los otros diálogos en que, de alguna forma, se plantea el tema (especialmente, en Eutidemo, Teeteto y Sofista), el lenguaje como tal no es el verdadero objeto del debate, sino una excusa de Platón para sentar su propia epistemología y -en último término- su propia ontología.
El Crátilo no es un estudio del lenguaje en su estructura y funcionamiento [5] . Es un debate sobre la validez del mismo para llegar al conocimiento [6] . Tampoco hay a que buscar en él, por consiguiente, una indagación sobre el origen, como se ha hecho a veces [7] . Desde el principio mismo del diálogo, queda suficientemente claro que el verdadero tema es la orthótés («rectitud» o «exactitud») del nombre.
Y aquí hay que hacer dos salvedades: en primer lugar, no se trata de la correcta aplicación de los nombres. Éste es el sentido de la orthótēs de Protágoras, Pródico o el mismo Demócrito [8] . Con este término se refiere aquí Platón a la adecuación del lenguaje con la realidad, lo que pone de manifiesto, como señalaba antes, que el problema real no es lingüístico, sino epistemológico.
En segundo lugar, no se trata, en principio, de la exactitud del lenguaje en general, sino de la «exactitud de los nombres» (orthótēs onomátōn) y, más exactamente, de los propios, lo cual proporciona al diálogo un punto de partida excesivamente estrecho. Bien es verdad que Sócrates va ampliando el tema, progresivamente, a los nombres comunes, a los verbos y, en definitiva, a los elementos últimos, pero siempre se queda en el umbral de la palabra individual [9] .
Pues bien, el problema de la orthótēs, loplantea Platón dentro del marco general de la típica antinomia sofística physis/nómos [10] .
No lo hace, desde luego, en los términos de la oposición physis/thésis, que es posterior [11] ; y es, al menos, cuestionable el que se hubiera planteado expresamente en los de physis/nómos antes de Platón con la amplitud que éste le concede, aunque testimonios de Demócrito y Antifonte parezcan dar pie para pensarlo [12] .
Tanto Crátilo como Hermógenes sostienen que los nombres son exactos. La diferencia estriba en que para Hermógenes lo son todos katà nómon o éthos (por «convención» o «costumbre») y para Crátilo, o lo son katà physin (ajustándose a la realidad), o ni siquiera son nombres, sino meros ruidos. Tal es el planteamiento radical que se ofrece al comienzo del diálogo por boca de Hermógenes; doblemente radical, ya que se afirma que todos los nombres son exactos y que, o lo son por convención, o lo son por naturaleza. Veamos por separado ambas tesis y sus bases filosóficas, así como las implicaciones que tienen o las que Platón les atribuye.
a) La teoría convencionalista. - Es la sostenida desde el principio por Hermógenes. En realidad, no se trata de una teoría muy elaborada, como demuestra el que Hermógenes emplee una terminología vaga (emplea synthekē, homología, nómos y éthos, como si fueran sinónimos), ni siquiera firmemente sustentada por este personaje, que se deja llevar por Sócrates demasiado fácilmente hacia un tipo de convencionalismo que él no había formulado. En efecto, Sócrates lo lleva a afirmar que son exactos los nombres que cada uno ponga, posición que contradice la noción misma de «convención» por razones obvias [13] . Lo que intenta Sócrates, arrastrándole hasta esa posición, es hacerle creer que deriva directamente de la epistemología de Protágoras, que Hermógenes se apresura a rechazar. En realidad, esta visión tan estrecha del convencionalismo le sirve a Sócrates para refutar la tesis de Protágoras y dejar sentado, desde el principio mismo del diálogo, lo que van a ser sus dos conclusiones más importantes: que la realidad no depende de nosotros (i. e., el ser es en sí) y que existe la posibilidad de describirlo falsamente (i. e., de hablar falsamente). Porque, en verdad, ni Protágoras parece haber mantenido este tipo de convencionalismo ni, aunque lo hubiera hecho, su filosofía sería la única base teórica para el mismo.
En efecto, éste aparece expuesto, con mayor o menor claridad, en los múltiples relatos de la teoría humanista del progreso que era un tópico en los círculos sofísticos [14] . Pero, incluso, puede que no sea un disparate el hecho de que Diógenes Laercio (III 9) relacione a Hermógenes con el grupo eleático. En efecto, las premisas epistemológicas de Parménides pueden llevar a un convencionalismo relativo. No es que Parménides formulara nunca una teoría lingüística -y mucho menos convencionalista-, pero de la fraseología de los frs. B8 y B19 [15] (ónoma katéthento, nenómistai, katéthento dúo gnómas onomázein, etc.) se deduce claramente que los nombres que no corresponden a la realidad son pura convención entre los humanos, sin por ello negarles la categoría de nombres. Es el mismo tipo de convencionalismo relativo que aparece, con fraseología similar, en filósofos como Demócrito, Anaxágoras y Empédocles [16] , y, en definitiva, el que refleja Platón mismo en la Carta VII [17] .
b) La teoría naturalista. - Crátilo es, frente a Hermógenes, un hombre de escuela, probablemente un «tirón», un novato, que mantiene contra viento y marea una teoría naturalista que tiene bien aprendida, pero poco pensada: el nombre es un duplicado, una como adherencia de la cosa. De aquí se deducen dos consecuencias epistemológicas de suma gravedad a los ojos de Sócrates: la primera es que no se puede hablar falsamente. Si el nombre es nombre, el emplear uno inadecuado no es hablar falsamente, sino emitir sonidos sin sentido. En segundo lugar, el nombre nos proporciona una información exacta sobre la realidad; conocer el nombre es conocer la realidad. A ambas ideas se opondrá Sócrates con todas sus fuerzas en la última parte del diálogo.
Ya en la etimología de Cronos y Rea y, sobre todo, cuando expone la idea del nominador al imponer los nombres, Sócrates relaciona sutilmente con Heráclito el naturalismo. De otro lado, Crátilo mismo mantiene simultáneamente la filosofía de Heráclito y la teoría naturalista. Sin embargo, es al menos cuestionable que de la filosofía de Heráclito se pueda deducir tal teoría. Antes al contrario, parece que de una ontología en la que todo fluye sería más lógico deducir una teoría convencionalista. del lenguaje. Esta contradicción, al menos aparente [18] , complicada por las noticias que de Crátilo nos ofrece aristóteles (Metafísica 1010a7 ss.) constituye el llamado «problema de Crátilo». Brevemente, éstos son los términos del problema: en el Crátilo este personaje aparece manteniendo simultáneamente ambas teorías; sin embargo, Aristóteles (loc. cit.) lo presenta sólo como un heracliteo radical que «creía que no se debía decir nada, limitándose a mover el dedo». No se dice nada del naturalismo lingüístico y, más bien, parece deducirse lo contrario. ¿Cómo conjugar ambas visiones? A menos que el Crátilo del diálogo no responda al histórico [19] o que, como mantiene Jackson [20] , sea un heracliteo para quien los nombres son el único medio de fijar el flujo de las cosas, habrá que admitir: o bien que Crátilo no es realmente un heracliteo [21] , o que ha sido llevado a esta filosofía, precisamente aquí, por Sócrates [22]
Ahora bien, cualquiera que sea la solución al «problema de Crátilo», es evidente que la filosofía de Heráclito no es el único, aunque, quizá, sí el más importante, blanco del ataque dialéctico de Sócrates. Y -sobre todo- no es la única base sobre la que se sustenta el naturalismo. Hay otras que resultan obvias: de un lado, la creencia irracional en la relación mágica del nombre con la cosa que se da en todas las culturas primitivas [23] . De otro lado, lo que Diógenes Laercio (IX 53, 3.35) llama la «tesis de Antístenes», según la cual la contradicción es imposible, porque cada cosa tiene un lógos oikeîos, loque viene a significar que es imposible hablar falsamente [24] .
En efecto, desde Schleiermacher se ha venido manteniendo que en este diálogo, lo mismo que en el Eutidemo, Platón está atacando a Antístenes sin nombrarlo [25] .
Finalmente, la misma filosofía de Parménides, de quien, en último término, deriva Antístenes, puede estar en la base del naturalismo [26] . En el fr. B8 niega el filósofo de Elea la posibilidad de un enunciado falso («no se puede expresar ni concebir que no existe... no podrías conoces lo que no es -pues no es alcanzable- ni tampoco podrías expresarlo») y es evidente que, tanto Antístenes como quienes con él sostienen el principio de la imposibilidad de la predicación falsa, no hacen más que llevar a sus últimas consecuencias lógicas las premisas de Parménides.
Éstas son las dos teorías sobre la exactitud de los nombres tal como aparecen formuladas en el Crátilo, así como las diferentes bases teóricas sobre las que podrían sustentarse.
c) La posición de Sócrates. - Elpretender deducir de qué lado está Sócrates en esta oposición convencionalismo/naturalismo, como se ha hecho, es sencillamente desenfocar el problema [27] . Éste es uno de los diálogos de Platón más finos desde el punto de vista de la dialéctica socrática, y si algo resulta evidente, es que Sócrates se opone, primero, a una teoría y, luego, a la otra con el único fin de desvelar sus contradicciones y peligros; para rechazar a las dos, en último término [28] .
Una vez que ha rechazado el convencionalismo de Hermógenes, por el peligro de sus implicaciones epistemológicas y por ser contrario a la admisión, por parte de Hermógenes, de que los seres son en sí y que se puede hablar falsamente, Sócrates parece tomar partido por el naturalismo. Pero, en realidad, toda su argumentación a favor de esta tesis se va a volver en contra al final del diálogo.
Comienza Sócrates analizando etimológicamente el significado de ciertos nombres propios -y luego comunesen un clima general de ironía [29] . Toda esta extensa sección etimológica, que ocupa más de la mitad del diálogo, ha sido objeto de varias interpretaciones. Debido a su extensión, algunos comentaristas han visto en ella el objetivo último del diálogo [30] y elogian la genialidad de algunas ideas. En general, se basan en la «modernidad» de algunas ideas lingüísticas que aparecen (evolución fonética, préstamos lingüísticos, etc.). Sin embargo, la mayoría son hechos demasiado obvios, y, sobre todo, Platón los ofrece como trucos para manipular etimológicamente el material que Sócrates elige para su análisis. En realidad, lingüísticamente hablando, esta sección no tiene valor alguno. La mayoría de las etimologías son disparatadas, como Hermógenes y el mismo Sócrates se encargan de decirnos más o menos claramente. Solamente un puñado son correctas y, aun éstas, son simples aproximaciones de unas palabras con otras de su misma raíz.
Debido al clima de ironía que envuelve toda esta sección, es probable que Sócrates esté ridiculizando los procedimientos etimológicos de los sofistas en general, aunque él alude más concretamente a Pródico y Protágoras [31] . Sin embargo, esta ironía no se agota en sí misma ni la finalidad del Crátilo es divertirnos [32] : el método etimológico, llevado a sus últimas consecuencias lógicas, desemboca, en definitiva, en una teoría mimética del lenguaje y ésta, aunque al final se revele insuficiente, es una original aportación socrático-platónica a la teoría lingüística. En efecto, según ésta, el lenguaje tiene la misma función -y funcionamiento- que las demás artes imitativas, aunque su objeto último sea mucho más serio: la esencia de las cosas. Ahora bien, si la teoría naturalista nos ha llevado a la mímesis, ahora ésta se vuelve contra aquélla -lo que pone de manifiesto, en grado sumo, el alcance de la ironía socrática.
Crátilo, que ha aceptado el análisis etimológico y la teoría de la mímesis, basada en la filosofía de Heráclito, se verá forzado a admitir que todo ello es contradictorio con su propia teoría del lenguaje. En este momento, Sócrates parece, de nuevo, tomar partido por el convencionalismo. Sin embargo, el diálogo no es una bagatela dialéctica, ni hay que buscar -repito- de qué lado se queda Sócrates, sopesando cuidadosamente todas las afirmaciones que hace a lo largo del mismo. Al final, lo que queda bien claro es la intención de Sócrates de descalificar al lenguaje como medio para acceder a la realidad, mediante el rechazo de dos teorías que pretendían, cada una, constituir a éste en el único y más idóneo método para ello.
Finalmente, unas palabras sobre la posición relativa del Crátilo dentro de los diálogos de Platón. Es uno de los pocos diálogos sobre los que el acuerdo no es unánime, ni siquiera en lo que se refiere a su asignación a uno de, los tres grupos cronológicos establecidos por el método estilométrico. El Crátilo no tiene alusiones directas ni indirectas a hechos históricos que pudieran fijar su terminus post quem, y ha sido situado por diferentes filólogos -en cada uno de los tres mencionados grupos. Sin embargo, pese a los intentos de M. Warburg, G. S. Kirk y D. J. Allan [33] de relegarlo, por diferentes razones, a una fecha tardía -o de la actitud menos comprometida de J. Derbolav y L. E. Rose [34] que lo sitúan en el período intermedio-, sigue teniendo mayor aceptación la opinión de C. Ritter que ya lo clasificó dentro del primer grupo, entre Eutidemo y Fedón. Posteriormente, H. von Arnim, siguiendo la misma línea estadística, aunque apoyándose más prudentemente en el uso de fórmulas de réplica afirmativa (naí, pány gé, pány mén oûn), lo clasifica también, junto con Menón, Gorgias y Eutidemo, en el primer grupo. Esta misma opinión mantienen D. Ross y, más recientemente, J. V. Luce, y, aunque sacar conclusiones del contenido de los diálogos se ha revelado peligroso desde Schieiermacher, la inmadurez de la teoría de las formas, tal como aquí se expone, o de la concepcion general del lenguaje con respecto al Teeteto y Sofista, parecen apoyar esta atribución del Crátilo al primer grupo.
[1] H. KIRCHNER, Die verschiedenen Auffassungen des platonischen Dialogs «Kratylus», Progr. Brieg, 1891-1901, recoge todos los trabajos aparecidos hasta ese momento. Más recientemente, J. DERBOLAV, Platons Sprachphilosophie im «Kratylos» und in den späteren Schriften, Darmstadt, 1972; la Introducción de L. MÉRIDIER en Platon, Oeuvres Complétes, vol. V, 2.a parte: Cratyle, París, 1950, y,sobre todo, W. K. C. GUTHRIE, A History o f Greek Philosophy, vol. V, Cambridge, 1978, aportan gran cantidad de bibliografía general sobre este diálogo. También nos ha sido muy útil el reciente trabajo (inédito) de A. VALLEJO CAMPOS, La convencionalidad del lenguaje de los presocráticos al «Crátilo» de Platón, Granada, 1980.
[2] En efecto, aquellas nociones que tienen un valor «positivo (elogiables) tienen el significado de «lo que se mueve, o bien lo que sigue, acompaña o favorece el movimiento».
[3] Efectivamente, el nominador no pudo descubrir losseres, puesto que los nombres, único medio de investigarlos y conocerlos, todavía no existían. Este mismo argumento lo recogen los epicúreos con el fin de negar la intervención de cualquier clase de «demiurgo» en la creación y transmisión del lenguaje (cf. DIÓGENES DE ENOANDA, Fr. 11, col. III; LUCRECIO, V 1028).
[4] Cf. n. 18 al texto.
[5] A. E. TAYLOR, Plato, the Man and his Work, Londres, 1929, aun reconociendo que el tema básico del diálogo es la corrección de los nombres, piensa que es un estudio del uso y funciones de la lengua. Cf., también, P. FRIEDLANDER, The Dialogs, First Period, Nueva York, 1964.
[6] Sobre la finalidad, básicamente epistemológica, del Crátilo, cf. H. STEINTHAL, Geschichte der Sprachwissenschaft bei den Griechen und Römern, Berlín, 1961, así como A. DIÈS, Autour de Platon, II: Les dialogues (págs. 482 y sigs.), París, 1927.
[7] Así, M. LEKY, Plato als Sprachphilosoph. Würdigung des platonischen «Kratylos», Paderborn, 1919.
[8] Es claro, por el testimonio del mismo Platón, que tanto Pródico como Protágoras trataron el tema de la orthoépeia. Ésta, sin embargo, tenía para ellos un valor puramente pragmático (cf. C. J. CLASSEN, «The Study of Language amongst Socrates' Contemporaries», Proc. The Afr. Class. Assoc. [1959], y D. FEHLING, «Zwei Untersuchungen zur Griechischen Sprachphilosophie», Rhein Mus. [1965], 212-30). De la Orthoépeia, título de una obra de Demócrito, sabemos muy poco, pero es posible que esté inserta en la larga serie de los comentarios de glosas homéricas (cf. W. K. C. GUTHRIE, Historia de la filosofía griega, vol. III, págs. 205 y sigs.).
[9] Sin embargo, el que esto pruebe que el Crátilo sea un diálogo menos maduro y, por tanto, anterior al Teeteto y Sofista, es otro problema. (Cf., más abajo, pág. 358.) A. VALLEJO (La convencionalidad.., págs. 191 y sigs.) se inclina por ello.
[10] Cf. W. K. C. GUTHRIE, A history..., cap. IV, págs. 55-134.
[11] Así, D. FEHLING, «Zwei Untersuchungen...», 218 ss.: en ambas teorías hay un momento de thésis (imposición) del nombre.
[12] Cf. W. K. C. GUTHRIE, A History..., págs. 201 y sigs.
[13] Tanto synthékē como homologia implican la existencia de una pluralidad de personas que llegan a un acuerdo. Nómos también, en tanto que costumbre social. En cambio, éthos parece referirse, en principio, a un hábito individual y, quizá, por esta razón, lo incluye Platón con los otros tres. Además, será el anzuelo que Crátilo va a morder en 434e admitiendo de repente e inadvertidamente el convencionalismo.
[14] L. ROBIN, La pensée hellénique, París, 1967, opina que es precisamente el naturalismo de Crátilo el que se deriva de la filosofía de Protágoras situando a Hermógenes, contra la opinión general, en el polo opuesto del heraclitismo.
[15] Citamos siempre a los presocráticos por H. DIELSW. KRANZ, Die Fragmente der Vorsokratiker, Berlín, 1960-61.
[16] A. VALLEJO, La convencionalidad..., págs. 138 y sigs., ofrece todos los pasajes en que estos filósofos «enfrentan los principios ontológicos del sistema con aquellos términos que los contradicen., términos que son, para ellos, nomōi y no physei (o contra thémis). En Demócrito, claro está, el convencionalismo es más estricto, pues deriva directamente de su sistema (cf., sobre todo, el fr. B 125).
[17] Cf. 343a ss., y n. al texto.
[18] E. CASSIRER, Filosofía de las Formas Simbólicas, México, 1971, no ve contradicción aquí: «sólo el vocablo móvil y multiforme que, por así decirlo, desborda siempre sus propios límites, encuentra contraparte (en) la plenitud del logos conformados del universo» (pág. 67). Eso sí, los seguidores de Heráclito desvirtuaron esta concepción originaria del maestro. Crátilo es, pues, un heracliteo que transfiere «la identidad que Heráclito había afirmado entre el todo del lenguaje y el todo de la razón... a la relación de la palabra aislada con su contenido eidético» (pág. 70).
[19] Para M. WARBURG(«Zwei Fragen zum Kratylos», Neue Philol. Untersuch. 5 [Berlín, 1929]), el personaje de Crátilo está encubriendo a Heráclides Póntico, pero esta tesis no ha tenido gran aceptación y sí muchos detractores. Según VAN IJZEREN (De «Cratylo» Heracliteo et de Platonis «Cratylo» [Mnemosyne N. S., XLIX], 1921), el Crátilo del diálogo sería una caricatura que hace Platón de su maestro pero es difícil que Crátilo fuera nunca maestro de Platón (cf. n. 2 al texto). A Diés (apud MÉRIDIER, Platon..., Introducción, pág. 38, n. 2) piensa que Crátilo esconde un tipo y no representa a un individuo real. Esto, sin embargo, no es habitual en los diálogos platónicos cuya fuerza dramática deriva de la realidad de sus personajes, contemporáneos de Platón.
[20] Cf. H. JACKSON, Cambridge Praelections, Cambridge, 1906.
[21] Así, G. S. KIRK («The Problem of Cratylus», Anter. Journ. of Philol. 72 [1951], 225-53), quien sostiene que Crátilo es heracliteo solo aquí, en el diálogo, por oportunismo, i. e., por pensar que esta filosofía apoya su tesis.
[22] Es la tesis «evolucionista» de D. J. ALLAN («The Problem of Cratylus», Amer. Journ. of Philol. 75 [1954], 271-87), y R. MONDOLFO (La comprensión del Sujeto en la Cultura Antigua, Buenos Aires, 1968): Crátilo sería llevado a un heraclitismo radical a partir de este diálogo con Sócrates.
[23] Cf. H. G. GADAMER, Verdad y Método, Salamanca, 1977.
[24] Sobre la «tesis de Antístenes», cf. W. K. C. GUTHRIE, A History..., págs. 209 y sigs.
[25] En «Einleitung zur Übersetzung des Kratylos», en Platons Werke, Berlín, 1855. Sobre los seguidores de este autor, cf. MÉRIDIER, Platon..., págs. 44 y sigs.
[26] Así opina G. S. KIRK, «The problem...», 230.
[27] Cf. R. ROBINSON, «A Criticism of Plato's Craty1us», Phil. Revue 65 (1956), 324-341.
[28] A. Diés (apud. MÉRIDIER, Platon..., pág. 30)se refiere muy acertadamente a este diálogo como una operación de «déblaiement» de las teorías lingüísticas de su época.
[29] Cf. n. 46al texto.
[30] Así, G. GROTE, Plato and other Companions of Socrates, Londres, 1865; D. Ross, «The date of Plato's Cratylus», Rev. Intern. Philos. 9 (1955), 187-96, y J. DERBOLAV, Platon's Sprachphilosophie..., ant. cit.
[31] No tenemos, sin embargo, más datos que esta caricatura sobre los procedimientos etimológicos de estos dos sofistas.
[32] U. Von WILAMOWITZ llama al Crátilo «ein lustiges Buch» en Platon. Sein Leben und seine Werke, Berlín, 1959.
[33] En los trabajos citados de cada uno.
[34] Cf. .On Hypothesis in the Cratylus as an Indication of the Place of the Dialogue un the Sequence of Dialogues., Phronesis 9 (1964), 114-116.
lunes, 26 de septiembre de 2011
lunes, 19 de septiembre de 2011
Geografía de la Antigua Grecia
El territorio de la Grecia antigua coincide aproximadamente con el actual, pero para completar el mundo helénico es preciso añadir las costas de Asia Menor, así como las del sur de Italia y la isla de Sicilia, configurando ambas regiones la llamada Magna Grecia.
Sin embargo, el núcleo principal de la cultura helénica se concentrará en la Grecia continental, en la que pueden distinguirse tres grandes regiones: la Septentrional, terminada al sur en una línea que une el golfo de Ambracia con las Termóplias; la Central, hasta el istmo de Corinto, y la Meridional, la península del Peloponeso.
La región Septentrional, cuyo límite superior no puede establecerse con exactitud, abarca regiones como Iliria, Macedonia, Epiro y Tesalia. Éstas no fueron consideradas por los antiguos como propiamente griegas, siendo tardía su intervención en la historia del país.
La Grecia Central comprende regiones como la Acarnania, la Etolia, la Fócida, Beocia y el Atica, donde se encuentra la inmortal Atenas. Por último, en el Peloponeso pueden distinguirse varias regiones, como la Argólida, la Lacionia, la Mesenia, la Arcadia, la Elida y la Acaya.
Bañada por los mares Adriático, de Creta y Egeo, frente a las costas griegas se sitúan numerosísimas islas, que tendrán un papel fundamental en su historia. Las más importantes son Corfú, Cefalonia, Itaca o Zante, frente a la costa occidental; Citera, Salamina y Eubea. Esparcidas por el Egeo hallamos a Creta, las Cícladas, Rodas, Samos, Quíos, Lesbos, Samotracia y así hasta un largo etcétera.
Sobre la Biblioteca de Alejandría
Fue en Alejandría, durante los seiscientos años que se iniciaron hacia el 300 a. de C., cuando los seres humanos emprendieron, en un sentido básico, la aventura intelectual que nos ha llevado a las orillas del espacio. Pero no queda nada del paisaje y de las sensaciones de aquella gloriosa ciudad de mármol.
La opresión y el miedo al saber han arrasado casi todos los recuerdos de la antigua Alejandría. Su población tenía una maravillosa diversidad. Soldados macedonios y más tarde romanos, sacerdotes egipcios, aristócratas griegos, marineros fenicios, mercaderes judíos, visitantes de la India y del África subsahariana —todos ellos, excepto la vasta población de esclavos— vivían juntos en armonía y respeto mutuo durante la mayor parte del período que marca la grandeza de Alejandría.
La ciudad fue fundada por Alejandro Magno y construida por su antigua guardia personal. Alejandro estimuló el respeto por las culturas extrañas y una búsqueda sin prejuicios del conocimiento. Según la tradición —y no nos importa mucho que esto fuera o no cierto— se sumergió debajo del mar Rojo en la primera campana de inmersión del mundo. Animó a sus generales y soldados a que se casaran con mujeres persas e indias. Respetaba los dioses de las demás naciones. Coleccionó formas de vida exóticas, entre ellas un elefante destinado a su maestro Aristóteles. Su ciudad estaba construida a una escala suntuosa, porque tenía que ser el centro mundial del comercio, de la cultura y del saber. Estaba adornada con amplias avenidas de treinta metros de ancho, con una arquitectura y una estatuaria elegante, con la tumba monumental de Alejandro y con un enorme faro, el Faros, una de las siete maravillas del mundo antiguo.
Pero la maravilla mayor de Alejandría era su biblioteca y su correspondiente museo (en sentido literal, una institución dedicada a las especialidades de las Nueve Musas). De esta biblioteca legendaria lo máximo que sobrevive hoy en día es un sótano húmedo y olvidado del Serapeo, el anexo de la biblioteca, primitivamente un templo que fue reconsagrado al conocimiento. Unos pocos estantes enmohecidos pueden ser sus únicos restos físicos. Sin embargo, este lugar fue en su época el cerebro y la gloria de la mayor ciudad del planeta, el primer auténtico instituto de investigación de la historia del mundo. Los eruditos de la biblioteca estudiaban el Cosmos entero. Cosmos es una palabra griega que significa el orden del universo. Es en cierto modo lo opuesto a Caos. Presupone el carácter profundamente interrelacionado de todas las cosas. Inspira admiración ante la intrincada y sutil construcción del universo. Había en la biblioteca una comunidad de eruditos que exploraban la física, la literatura, la medicina, la astronomía, la geografía, la filosofía, las matemáticas, la biología y la ingeniería. La ciencia y la erudición habían llegado a su edad adulta. El genio florecía en aquellas salas. La Biblioteca de Alejandría es el lugar donde los hombres reunieron por primera vez de modo serio y sistemático el conocimiento del mundo.
Además de Eratóstenes, hubo el astrónomo Hiparco, que ordenó el mapa de las constelaciones y estimó el brillo de las estrellas; Euclides, que sistematizó de modo brillante la geometría y que en cierta ocasión dijo a su rey, que luchaba con un difícil problema matemático: "no hay un camino real hacia la geometría"; Dionisio de Tracia, el hombre que definió las partes del discurso y que hizo en el estudio del lenguaje lo que Euclides hizo en la geometría; Herófilo, el fisiólogo que estableció, de modo seguro, que es el cerebro y no el corazón la sede de la inteligencia; Herón de Alejandría, inventor de cajas de engranajes y de aparatos de vapor, y autor de Autómata, la primera obra sobre robots; Apolonio de Pérgamo. el matemático que demostró las formas de las secciones cónicas (1) —elipse, parábola e hipérbola—, las curvas que como sabemos actualmente siguen en sus órbitas los planetas, los cometas y las estrellas; Arquímedes, el mayor genio mecánico hasta Leonardo de Vinci; y el astrónomo y geógrafo Tolomeo, que compiló gran parte de lo que es hoy la seudociencia de la astrología: su universo centrado en la Tierra estuvo en boga durante 1500 años, lo que nos recuerda que la capacidad intelectual no constituye una garantía contra los yerros descomunales. Y entre estos grandes hombres hubo una gran mujer, Hipatia, matemática y astrónoma, la última lumbrera de la biblioteca, cuyo martirio estuvo ligado a la destrucción de la biblioteca siete siglos después de su fundación, historia a la cual volveremos.
Los reyes griegos de Egipto que sucedieron a Alejandro tenían ideas muy serias sobre el saber. Apoyaron durante siglos la investigación y mantuvieron la biblioteca para que ofreciera un ambiente adecuado de trabajo a las mejores mentes de la época. La biblioteca constaba de diez grandes salas de investigación, cada una dedicada a un tema distinto, había fuentes y columnatas jardines botánicos, un zoo, salas de disección, un observatorio, y una gran sala comedor donde se llevaban a cabo con toda libertad las discusiones críticas de las ideas.
El núcleo de la biblioteca era su colección de libros. Los organizadores escudriñaron todas las culturas y lenguajes del mundo. Enviaban agentes al exterior para comprar bibliotecas. Los buques de comercio que arribaban a Alejandría eran registrados por la policía, y no en busca de contrabando, sino de libros. Los rollos eran confiscados, copiados y devueltos luego a sus propietarios. Es difícil de estimar el número preciso de libros, pero parece probable que la biblioteca contuviera medio millón de volúmenes, cada uno de ellos un rollo de papiro escrito a mano. ¿Qué destino tuvieron todos estos libros? La civilización clásica que los creó acabó desintegrándose y la biblioteca fue destruida deliberadamente. Sólo sobrevivió una pequeña fracción de sus obras junto con unos pocos y patéticos fragmentos dispersos. Y qué tentadores son estos restos y fragmentos. Sabemos por ejemplo que en los estantes de la biblioteca había una obra del astrónomo Aristarco de Samos quien sostenía que la Tierra es uno de los planetas, que orbita el Sol como ellos, y que las estrellas están a una enorme distancia de nosotros. Cada una de estas conclusiones es totalmente correcta, pero tuvimos que esperar casi dos mil años para redescubrirlas. Si multiplicamos por cien mil nuestra sensación de privación por la pérdida de esta obra de Aristarco empezaremos a apreciar la grandeza de los logros de la civilización clásica y la tragedia de su destrucción.
Hemos superado en mucho la ciencia que el mundo antiguo conocía, pero hay lagunas irreparables en nuestros conocimientos históricos. Imaginemos los misterios que podríamos resolver sobre nuestro pasado si dispusiéramos de una tarjeta de lector para la Biblioteca de Alejandría. Sabemos que había una historia del mundo en tres volúmenes, perdida actualmente, de un sacerdote babilonio llamado Beroso. El primer volumen se ocupaba del intervalo desde la Creación hasta el Diluvio un período al cual atribuyó una duración de 432.000 años, es decir cien veces más que la cronología del Antiguo Testamento. Me pregunto cuál era su contenido.
[...]
Sólo en un punto de la historia pasada hubo la promesa de una civilización científica brillante. Era beneficiaria del Despertar jónico, y tenía su ciudadela en la Biblioteca de Alejandría, donde hace 2.000 años las mejores mentes de la antigüedad establecieron las bases del estudio sistemático de la matemática, la física, la biología, la astronomía, la literatura, la geografía y la medicina. Todavía estamos construyendo sobre estas bases. La Biblioteca fue construida y sostenida por los Tolomeos, los reyes griegos que heredaron la porción egipcia del imperio de Alejandro Magno. Desde la época de su creación en el siglo tercero a. de C. hasta su destrucción siete siglos más tarde, fue el cerebro y el corazón del mundo antiguo.
Alejandría era la capital editorial del planeta. Como es lógico no había entonces prensas de imprimir. Los libros eran caros, cada uno se copiaba a mano. La Biblioteca era depositaria de las copias más exactas del mundo. El arte de la edición crítica se inventó allí. El Antiguo Testamento ha llegado hasta nosotros principalmente a través de las traducciones griegas hechas en la Biblioteca de Alejandría. Los Tolomeos dedicaron gran parte de su enorme riqueza a la adquisición de todos los libros griegos, y de obras de África, Persia, la India, Israel y otras partes del mundo. Tolomeo III Evergetes quiso que Atenas le dejara prestados los manuscritos originales o las copias oficiales de Estado de las grandes tragedias antiguas de Sófocles, Esquilo y Eurípides. Estos libros eran para los atenienses una especie de patrimonio cultural; algo parecido a las copias manuscritas originales y a los primeros folios de Shakespeare en Inglaterra. No estaban muy dispuestos a dejar salir de sus manos ni por un momento aquellos manuscritos. Sólo aceptaron dejar en préstamo las obras cuando Tolomeo hubo garantizado su devolución con un enorme depósito de dinero. Pero Tolomeo valoraba estos rollos más que el oro o la plata. Renunció alegremente al depósito y encerró del mejor modo que pudo los originales en la Biblioteca. Los irritados atenienses tuvieron que contentarse con las copias que Tolomeo, un poco avergonzado, no mucho, les regaló. En raras ocasiones un Estado ha apoyado con tanta avidez la búsqueda del conocimiento.
Los Tolomeos no se limitaron a recoger el conocimiento conocido, sino que animaron y financiaron la investigación científica y de este modo generaron nuevos conocimientos. Los resultados fueron asombrosos: Eratóstenes calculó con precisión el tamaño de la Tierra, la cartografió, y afirmó que se podía llegar a la India navegando hacia el oeste desde España. Hiparco anticipó que las estrellas nacen, se desplazan lentamente en el transcurso de los siglos y al final perecen; fue el primero en catalogar las posiciones y magnitudes de las estrellas y en detectar estos cambios. Euclides creó un texto de geometría del cual los hombres aprendieron durante veintitrés siglos, una obra que ayudaría a despertar el interés de la ciencia en Kepler, Newton y Einstein. Galeno escribió obras básicas sobre el arte de curar y la anatomía que dominaron la medicina hasta el Renacimiento. Hubo también, como hemos dicho, muchos más.
Alejandria era la mayor ciudad que el mundo occidental había visto jamás. Gente de todas las naciones llegaban allí para vivir, comerciar, aprender. En un día cualquiera sus puertos estaban atiborrados de mercaderes, estudiosos y turistas. Era una ciudad donde griegos, egipcios, árabes, sirios, hebreos, persas, nubios, fenicios, italianos, galos e íberos intercambiaban mercancías e ideas. Fue probablemente allí donde la palabra cosmopolita consiguió tener un sentido auténtico: ciudadano, no de una sola nación, sino del Cosmos (2). Ser un ciudadano del Cosmos...
Es evidente que allí estaban las semillas del mundo moderno. ¿Qué impidió que arraigaran y florecieran? ¿A qué se debe que Occidente se adormeciera durante mil años de tinieblas hasta que Colón y Copérnico y sus contemporáneos redescubrieron la obra hecha en Alejandría? No puedo daros una respuesta sencilla. Pero lo que sí sé es que no hay noticia en toda la historia de la Biblioteca de que alguno de los ilustres científicos y estudiosos llegara nunca a desafiar seriamente los supuestos políticos, económicos y religiosos de su sociedad. Se puso en duda la permanencia de las estrellas, no la justicia de la esclavitud. La ciencia y la cultura en general estaban reservadas para unos cuantos privilegiados. La vasta población de la ciudad no tenía la menor idea de los grandes descubrimientos que tenían lugar dentro de la Biblioteca. Los nuevos descubrimientos no fueron explicados ni popularizados. La investigación les benefició poco. Los descubrimientos en mecánica y en la tecnología del vapor se aplicaron principalmente a perfeccionar las armas, a estimular la superstición, a divertir a los reyes. Los científicos nunca captaron el potencial de las máquinas para liberar a la gente (3). Los grandes logros intelectuales de la antigüedad tuvieron pocas aplicaciones prácticas inmediatas. La ciencia no fascinó nunca la imaginación de la multitud. No hubo contrapeso al estancamiento, al pesimismo, a la entrega más abyecta al misticismo. Cuando al final de todo, la chusma se presentó para quemar la Biblioteca no había nadie capaz de detenerla.
Sobre Hipatia y la Biblioteca de Alejandría
El último científico que trabajó en la Biblioteca fue una matemática, astrónoma, física y jefe de la escuela neoplatónica de filosofía: un extraordinario conjunto de logros para cualquier individuo de cualquier época. Su nombre era Hipatia. Nació en el año 370 en Alejandría. Hipatia, en una época en la que las mujeres disponían de pocas opciones y eran tratadas como objetos en propiedad, se movió libremente y sin afectación por los dominios tradicionalmente masculinos. Todas las historias dicen que era una gran belleza. Tuvo muchos pretendientes pero rechazó todas las proposiciones matrimoniales. La Alejandría de la época de Hipatia —bajo dominio romano desde hacía ya tiempo— era una ciudad que sufría graves tensiones. La esclavitud había agotado la vitalidad de la civilización clásica. La creciente Iglesia cristiana estaba consolidando su poder e intentando extirpar la influencia y la cultura paganas. Hipatia estaba sobre el epicentro de estas poderosas fuerzas sociales. Cirilo, el arzobispo de Alejandría, la despreciaba por la estrecha amistad que ella mantenía con el gobernador romano y porque era un símbolo de cultura y de ciencia, que la primitiva Iglesia identificaba en gran parte con el paganismo. A pesar del grave riesgo personal que ello suponía, continuó enseñando y publicando, hasta que en el año 415, cuando iba a trabajar, cayó en manos de una turba fanática de feligreses de Cirilo. La arrancaron del carruaje, rompieron sus vestidos y, armados con conchas marinas, la desollaron arrancándole la carne de los huesos. Sus restos fueron quemados, sus obras destruidas, su nombre olvidado. Cirilo fue proclamado santo.
La gloria de la Biblioteca de Alejandría es un recuerdo lejano. Sus últimos restos fueron destruidos poco después de la muerte de Hipatia. Era como si toda la civilización hubiese sufrido una operación cerebral infligida por propia mano, de modo que quedaron extinguidos irrevocablemente la mayoría de sus memorias, descubrimientos, ideas y pasiones. La pérdida fue incalculable. En algunos casos sólo conocemos los atormentadores títulos de las obras que quedaron destruidas. En la mayoría de los casos no conocemos ni los títulos ni los autores. Sabemos que de las 123 obras teatrales de Sófocles existentes en la Biblioteca sólo sobrevivieron siete. Una de las siete es Edipo rey. Cifras similares son válidas para las obras de Esquilo y de Eurípides. Es un poco como si las únicas obras supervivientes de un hombre llamado William Shakespeare fueran Coriolano y Un cuento de invierno, pero supiéramos que había escrito algunas obras más, desconocidas por nosotros pero al parecer apreciadas en su época, obras tituladas Hamlet, Macbeth, Julio César, El rey Lear, Romeo y Julieta.
La opresión y el miedo al saber han arrasado casi todos los recuerdos de la antigua Alejandría. Su población tenía una maravillosa diversidad. Soldados macedonios y más tarde romanos, sacerdotes egipcios, aristócratas griegos, marineros fenicios, mercaderes judíos, visitantes de la India y del África subsahariana —todos ellos, excepto la vasta población de esclavos— vivían juntos en armonía y respeto mutuo durante la mayor parte del período que marca la grandeza de Alejandría.
La ciudad fue fundada por Alejandro Magno y construida por su antigua guardia personal. Alejandro estimuló el respeto por las culturas extrañas y una búsqueda sin prejuicios del conocimiento. Según la tradición —y no nos importa mucho que esto fuera o no cierto— se sumergió debajo del mar Rojo en la primera campana de inmersión del mundo. Animó a sus generales y soldados a que se casaran con mujeres persas e indias. Respetaba los dioses de las demás naciones. Coleccionó formas de vida exóticas, entre ellas un elefante destinado a su maestro Aristóteles. Su ciudad estaba construida a una escala suntuosa, porque tenía que ser el centro mundial del comercio, de la cultura y del saber. Estaba adornada con amplias avenidas de treinta metros de ancho, con una arquitectura y una estatuaria elegante, con la tumba monumental de Alejandro y con un enorme faro, el Faros, una de las siete maravillas del mundo antiguo.
Pero la maravilla mayor de Alejandría era su biblioteca y su correspondiente museo (en sentido literal, una institución dedicada a las especialidades de las Nueve Musas). De esta biblioteca legendaria lo máximo que sobrevive hoy en día es un sótano húmedo y olvidado del Serapeo, el anexo de la biblioteca, primitivamente un templo que fue reconsagrado al conocimiento. Unos pocos estantes enmohecidos pueden ser sus únicos restos físicos. Sin embargo, este lugar fue en su época el cerebro y la gloria de la mayor ciudad del planeta, el primer auténtico instituto de investigación de la historia del mundo. Los eruditos de la biblioteca estudiaban el Cosmos entero. Cosmos es una palabra griega que significa el orden del universo. Es en cierto modo lo opuesto a Caos. Presupone el carácter profundamente interrelacionado de todas las cosas. Inspira admiración ante la intrincada y sutil construcción del universo. Había en la biblioteca una comunidad de eruditos que exploraban la física, la literatura, la medicina, la astronomía, la geografía, la filosofía, las matemáticas, la biología y la ingeniería. La ciencia y la erudición habían llegado a su edad adulta. El genio florecía en aquellas salas. La Biblioteca de Alejandría es el lugar donde los hombres reunieron por primera vez de modo serio y sistemático el conocimiento del mundo.
Además de Eratóstenes, hubo el astrónomo Hiparco, que ordenó el mapa de las constelaciones y estimó el brillo de las estrellas; Euclides, que sistematizó de modo brillante la geometría y que en cierta ocasión dijo a su rey, que luchaba con un difícil problema matemático: "no hay un camino real hacia la geometría"; Dionisio de Tracia, el hombre que definió las partes del discurso y que hizo en el estudio del lenguaje lo que Euclides hizo en la geometría; Herófilo, el fisiólogo que estableció, de modo seguro, que es el cerebro y no el corazón la sede de la inteligencia; Herón de Alejandría, inventor de cajas de engranajes y de aparatos de vapor, y autor de Autómata, la primera obra sobre robots; Apolonio de Pérgamo. el matemático que demostró las formas de las secciones cónicas (1) —elipse, parábola e hipérbola—, las curvas que como sabemos actualmente siguen en sus órbitas los planetas, los cometas y las estrellas; Arquímedes, el mayor genio mecánico hasta Leonardo de Vinci; y el astrónomo y geógrafo Tolomeo, que compiló gran parte de lo que es hoy la seudociencia de la astrología: su universo centrado en la Tierra estuvo en boga durante 1500 años, lo que nos recuerda que la capacidad intelectual no constituye una garantía contra los yerros descomunales. Y entre estos grandes hombres hubo una gran mujer, Hipatia, matemática y astrónoma, la última lumbrera de la biblioteca, cuyo martirio estuvo ligado a la destrucción de la biblioteca siete siglos después de su fundación, historia a la cual volveremos.
Los reyes griegos de Egipto que sucedieron a Alejandro tenían ideas muy serias sobre el saber. Apoyaron durante siglos la investigación y mantuvieron la biblioteca para que ofreciera un ambiente adecuado de trabajo a las mejores mentes de la época. La biblioteca constaba de diez grandes salas de investigación, cada una dedicada a un tema distinto, había fuentes y columnatas jardines botánicos, un zoo, salas de disección, un observatorio, y una gran sala comedor donde se llevaban a cabo con toda libertad las discusiones críticas de las ideas.
El núcleo de la biblioteca era su colección de libros. Los organizadores escudriñaron todas las culturas y lenguajes del mundo. Enviaban agentes al exterior para comprar bibliotecas. Los buques de comercio que arribaban a Alejandría eran registrados por la policía, y no en busca de contrabando, sino de libros. Los rollos eran confiscados, copiados y devueltos luego a sus propietarios. Es difícil de estimar el número preciso de libros, pero parece probable que la biblioteca contuviera medio millón de volúmenes, cada uno de ellos un rollo de papiro escrito a mano. ¿Qué destino tuvieron todos estos libros? La civilización clásica que los creó acabó desintegrándose y la biblioteca fue destruida deliberadamente. Sólo sobrevivió una pequeña fracción de sus obras junto con unos pocos y patéticos fragmentos dispersos. Y qué tentadores son estos restos y fragmentos. Sabemos por ejemplo que en los estantes de la biblioteca había una obra del astrónomo Aristarco de Samos quien sostenía que la Tierra es uno de los planetas, que orbita el Sol como ellos, y que las estrellas están a una enorme distancia de nosotros. Cada una de estas conclusiones es totalmente correcta, pero tuvimos que esperar casi dos mil años para redescubrirlas. Si multiplicamos por cien mil nuestra sensación de privación por la pérdida de esta obra de Aristarco empezaremos a apreciar la grandeza de los logros de la civilización clásica y la tragedia de su destrucción.
Hemos superado en mucho la ciencia que el mundo antiguo conocía, pero hay lagunas irreparables en nuestros conocimientos históricos. Imaginemos los misterios que podríamos resolver sobre nuestro pasado si dispusiéramos de una tarjeta de lector para la Biblioteca de Alejandría. Sabemos que había una historia del mundo en tres volúmenes, perdida actualmente, de un sacerdote babilonio llamado Beroso. El primer volumen se ocupaba del intervalo desde la Creación hasta el Diluvio un período al cual atribuyó una duración de 432.000 años, es decir cien veces más que la cronología del Antiguo Testamento. Me pregunto cuál era su contenido.
[...]
Sólo en un punto de la historia pasada hubo la promesa de una civilización científica brillante. Era beneficiaria del Despertar jónico, y tenía su ciudadela en la Biblioteca de Alejandría, donde hace 2.000 años las mejores mentes de la antigüedad establecieron las bases del estudio sistemático de la matemática, la física, la biología, la astronomía, la literatura, la geografía y la medicina. Todavía estamos construyendo sobre estas bases. La Biblioteca fue construida y sostenida por los Tolomeos, los reyes griegos que heredaron la porción egipcia del imperio de Alejandro Magno. Desde la época de su creación en el siglo tercero a. de C. hasta su destrucción siete siglos más tarde, fue el cerebro y el corazón del mundo antiguo.
Alejandría era la capital editorial del planeta. Como es lógico no había entonces prensas de imprimir. Los libros eran caros, cada uno se copiaba a mano. La Biblioteca era depositaria de las copias más exactas del mundo. El arte de la edición crítica se inventó allí. El Antiguo Testamento ha llegado hasta nosotros principalmente a través de las traducciones griegas hechas en la Biblioteca de Alejandría. Los Tolomeos dedicaron gran parte de su enorme riqueza a la adquisición de todos los libros griegos, y de obras de África, Persia, la India, Israel y otras partes del mundo. Tolomeo III Evergetes quiso que Atenas le dejara prestados los manuscritos originales o las copias oficiales de Estado de las grandes tragedias antiguas de Sófocles, Esquilo y Eurípides. Estos libros eran para los atenienses una especie de patrimonio cultural; algo parecido a las copias manuscritas originales y a los primeros folios de Shakespeare en Inglaterra. No estaban muy dispuestos a dejar salir de sus manos ni por un momento aquellos manuscritos. Sólo aceptaron dejar en préstamo las obras cuando Tolomeo hubo garantizado su devolución con un enorme depósito de dinero. Pero Tolomeo valoraba estos rollos más que el oro o la plata. Renunció alegremente al depósito y encerró del mejor modo que pudo los originales en la Biblioteca. Los irritados atenienses tuvieron que contentarse con las copias que Tolomeo, un poco avergonzado, no mucho, les regaló. En raras ocasiones un Estado ha apoyado con tanta avidez la búsqueda del conocimiento.
Los Tolomeos no se limitaron a recoger el conocimiento conocido, sino que animaron y financiaron la investigación científica y de este modo generaron nuevos conocimientos. Los resultados fueron asombrosos: Eratóstenes calculó con precisión el tamaño de la Tierra, la cartografió, y afirmó que se podía llegar a la India navegando hacia el oeste desde España. Hiparco anticipó que las estrellas nacen, se desplazan lentamente en el transcurso de los siglos y al final perecen; fue el primero en catalogar las posiciones y magnitudes de las estrellas y en detectar estos cambios. Euclides creó un texto de geometría del cual los hombres aprendieron durante veintitrés siglos, una obra que ayudaría a despertar el interés de la ciencia en Kepler, Newton y Einstein. Galeno escribió obras básicas sobre el arte de curar y la anatomía que dominaron la medicina hasta el Renacimiento. Hubo también, como hemos dicho, muchos más.
Alejandria era la mayor ciudad que el mundo occidental había visto jamás. Gente de todas las naciones llegaban allí para vivir, comerciar, aprender. En un día cualquiera sus puertos estaban atiborrados de mercaderes, estudiosos y turistas. Era una ciudad donde griegos, egipcios, árabes, sirios, hebreos, persas, nubios, fenicios, italianos, galos e íberos intercambiaban mercancías e ideas. Fue probablemente allí donde la palabra cosmopolita consiguió tener un sentido auténtico: ciudadano, no de una sola nación, sino del Cosmos (2). Ser un ciudadano del Cosmos...
Es evidente que allí estaban las semillas del mundo moderno. ¿Qué impidió que arraigaran y florecieran? ¿A qué se debe que Occidente se adormeciera durante mil años de tinieblas hasta que Colón y Copérnico y sus contemporáneos redescubrieron la obra hecha en Alejandría? No puedo daros una respuesta sencilla. Pero lo que sí sé es que no hay noticia en toda la historia de la Biblioteca de que alguno de los ilustres científicos y estudiosos llegara nunca a desafiar seriamente los supuestos políticos, económicos y religiosos de su sociedad. Se puso en duda la permanencia de las estrellas, no la justicia de la esclavitud. La ciencia y la cultura en general estaban reservadas para unos cuantos privilegiados. La vasta población de la ciudad no tenía la menor idea de los grandes descubrimientos que tenían lugar dentro de la Biblioteca. Los nuevos descubrimientos no fueron explicados ni popularizados. La investigación les benefició poco. Los descubrimientos en mecánica y en la tecnología del vapor se aplicaron principalmente a perfeccionar las armas, a estimular la superstición, a divertir a los reyes. Los científicos nunca captaron el potencial de las máquinas para liberar a la gente (3). Los grandes logros intelectuales de la antigüedad tuvieron pocas aplicaciones prácticas inmediatas. La ciencia no fascinó nunca la imaginación de la multitud. No hubo contrapeso al estancamiento, al pesimismo, a la entrega más abyecta al misticismo. Cuando al final de todo, la chusma se presentó para quemar la Biblioteca no había nadie capaz de detenerla.
Sobre Hipatia y la Biblioteca de Alejandría
El último científico que trabajó en la Biblioteca fue una matemática, astrónoma, física y jefe de la escuela neoplatónica de filosofía: un extraordinario conjunto de logros para cualquier individuo de cualquier época. Su nombre era Hipatia. Nació en el año 370 en Alejandría. Hipatia, en una época en la que las mujeres disponían de pocas opciones y eran tratadas como objetos en propiedad, se movió libremente y sin afectación por los dominios tradicionalmente masculinos. Todas las historias dicen que era una gran belleza. Tuvo muchos pretendientes pero rechazó todas las proposiciones matrimoniales. La Alejandría de la época de Hipatia —bajo dominio romano desde hacía ya tiempo— era una ciudad que sufría graves tensiones. La esclavitud había agotado la vitalidad de la civilización clásica. La creciente Iglesia cristiana estaba consolidando su poder e intentando extirpar la influencia y la cultura paganas. Hipatia estaba sobre el epicentro de estas poderosas fuerzas sociales. Cirilo, el arzobispo de Alejandría, la despreciaba por la estrecha amistad que ella mantenía con el gobernador romano y porque era un símbolo de cultura y de ciencia, que la primitiva Iglesia identificaba en gran parte con el paganismo. A pesar del grave riesgo personal que ello suponía, continuó enseñando y publicando, hasta que en el año 415, cuando iba a trabajar, cayó en manos de una turba fanática de feligreses de Cirilo. La arrancaron del carruaje, rompieron sus vestidos y, armados con conchas marinas, la desollaron arrancándole la carne de los huesos. Sus restos fueron quemados, sus obras destruidas, su nombre olvidado. Cirilo fue proclamado santo.
La gloria de la Biblioteca de Alejandría es un recuerdo lejano. Sus últimos restos fueron destruidos poco después de la muerte de Hipatia. Era como si toda la civilización hubiese sufrido una operación cerebral infligida por propia mano, de modo que quedaron extinguidos irrevocablemente la mayoría de sus memorias, descubrimientos, ideas y pasiones. La pérdida fue incalculable. En algunos casos sólo conocemos los atormentadores títulos de las obras que quedaron destruidas. En la mayoría de los casos no conocemos ni los títulos ni los autores. Sabemos que de las 123 obras teatrales de Sófocles existentes en la Biblioteca sólo sobrevivieron siete. Una de las siete es Edipo rey. Cifras similares son válidas para las obras de Esquilo y de Eurípides. Es un poco como si las únicas obras supervivientes de un hombre llamado William Shakespeare fueran Coriolano y Un cuento de invierno, pero supiéramos que había escrito algunas obras más, desconocidas por nosotros pero al parecer apreciadas en su época, obras tituladas Hamlet, Macbeth, Julio César, El rey Lear, Romeo y Julieta.
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Notas
1. Llamadas así porque pueden obtenerse cortando un cono en diferentes ángulos. Dieciocho siglos mas tarde Johannes Kepler utilizaría los escritos de Apolonio sobre las secciones cónicas para comprender por primera vez el movimiento de los planetas.
2. La palabra cosmopolita fue inventada por Diógenes, el filósofo racionalista y crítico de Platón.
3. Con la única excepción de Arquímedes, quien durante su estancia en la Biblioteca alejandrina inventó el tornillo de agua, que se usa todavía hoy en Egipto para regar los campos de cultivo. Pero también él considero estos aparatos mecánicos como algo muy por debajo de la dignidad de la ciencia.
Por Carl Sagan (COSMOS) (extraído de http://www.portalplanetasedna.com.ar/alejandria.htm)
Notas
1. Llamadas así porque pueden obtenerse cortando un cono en diferentes ángulos. Dieciocho siglos mas tarde Johannes Kepler utilizaría los escritos de Apolonio sobre las secciones cónicas para comprender por primera vez el movimiento de los planetas.
2. La palabra cosmopolita fue inventada por Diógenes, el filósofo racionalista y crítico de Platón.
3. Con la única excepción de Arquímedes, quien durante su estancia en la Biblioteca alejandrina inventó el tornillo de agua, que se usa todavía hoy en Egipto para regar los campos de cultivo. Pero también él considero estos aparatos mecánicos como algo muy por debajo de la dignidad de la ciencia.
Por Carl Sagan (COSMOS) (extraído de http://www.portalplanetasedna.com.ar/alejandria.htm)
Aspectos del sentimiento religioso griego (II)
Orfismo y misticismo
Otro de los grandes movimientos místicos de la época arcaica es el orfismo. Hoy se discute la existencia real de un movimiento órfico (Dodds), si bien es innegable la aparición, en la Grecia arcaica, de unas doctrinas de carácter místico que se plantean, de un modo radical, el problema de la justicia más allá de la muerte (Nilsson). En un poema de Solón (fr. 1 A.) el poeta, portavoz en este momento de la crisis del espíritu arcaico, se plantea el terrible problema del castigo que Zeus envía al culpable. Para el poeta, lo que resulta incuestionable es que, al final, la justicia de Zeus ha de triunfar.
Si el culpable no paga en vida su pecado, se presentan dos alternativas:o el castigo queda sin sanción -y para Solón eso es irracional, absurdo- o bien inocentes reciben el castigo, o sus hijos, o la posterior generación.
Estamos ante un terrible dilema, que el genio griego va a resolver a su manera: para los órficos, la solución es clara. Si el culpable ha escapado al castigo de Zeus, hay que postular la existencia de otra vida, más allá de la tumba, donde el reo reciba la pena a la que se ha sustraído en vida. La otra respuesta, la que postula que los hijos pagarán la culpa de sus padres, la hallaremos ejemplificada en la tragedia.
El orfismo es, pues, en ciertos aspectos, la respuesta a un problema de ética y de lógica. El mal cometido debe recibir su sanción. Pero el orfismo contiene otros importantes aspectos: Como concepción total de la vida, mediante un mito antropogónico, quiere explicar el dualismo básico que, en esa concepción, preside la existencia humana: cuando Dionisio estaba a punto de nacer del vientre de Semele, Hera, con sus artimañas, consiguió que ésta pidiera a su amante Zeus, padre del futuro Dionisio, que apareciera con todo su esplendor. El resultado fue que la lluvia de oro incandescente en que apareció produjo un terrible incendio, en el que sucumbió la propia Semele.
Pero Zeus consiguió salvar del vientre de la infortunada Semele el feto de Dioniso, cuya gestación terminó en el cuerpo de Zeus. Una vez nacido, Dioniso —que simboliza el aspecto bueno de lo humano- fue devorado por los Titanes —que, en el mito, representan las tendencias malas—. Pero los Titanes fueron fulminados, y de las cenizas se creó al primer hombre, que, dados los materiales de que estaba constituido, es un ser dual, que encierra un principio bueno, que se debe fomentar —el dionisíaco—, y el malo, el titánico, que hay que combatir, y, si es posible, anular. Con ese mito se pretende explicar el misticismo órfico: el alma humana, el principio dionisíaco, aspira a independizarse del cuerpo, de la materia, del principio titánico, malvado. Hay, después de la muerte, un juicio de cada hombre, y un premio o un castigo de acuerdo con la conducta llevada en la vida terrenal.
El orfismo —y su correlato en filosofía, el pitagorismo— ejerció un fuerte influjo en la historia del espiritualismo helénico. Con él se introduce un dualismo que estará llamado a tener hondas repercusiones en los tiempos futuros: en Empédocles, en Platón, para renacer, con gran fuerza, en la época romana.
Religión personal
La religión de la ciudad ofrecía escaso margen a determinados aspectos de las aspiraciones religiosas más íntimas. Era una religión ritual, con escaso contenido. Y es natural que, al lado y a veces frente a la religión de la ciudad, apareciera una religión personal, con contenidos muy variados. Las grandes manifestaciones de esa corriente personal varían según las épocas y de acuerdo con el talante y la pertenencia social de sus creadores.
Tenemos, por ejemplo, lo que cabría llamar la religión de los poetas, que han trabajado,
normalmente, para purificar la noción de dios de aspectos que no podían satisfacer todas sus exigencias Y así, frente a Hornero, el poeta Hesiodo sienta las bases de una religión de Zeus, en la que este dios aparece prácticamente como el dios por excelencia al que los demás le están, en cierto modo, subordinados. Esta tendencia, más o menos larvada, hacia el monoteísmo la hallaremos también en ciertos fílósofos como Jenófanes, que pugna, como Hesíodo en una época anterior, para purificar de la noción de dios una serie de atributos que, a su juicio, no le correspondían. «Hay un solo dios, el más grande entre todos los dioses», afirma Jenófanes, y en ello no ve el poeta una contradicción, aunque nos lo parezca a nosotros. Por su parte, en Píndaro tendremos otros ejemplos de la lucha de la poesía griega por elevarse a una visión más pura de dios. También Esquilo, que elaborará, con las bases de la concepción de Hesíodo, una religión de Zeus, que simboliza los aspectos más profundos de la vida cósmica y humana. Platón, por su parte, declarará la guerra a la poesía por haber, a su juicio, atribuido a los dioses atributos indignos de Dios, o de los dioses. Y declarará que los poetas deberán ser expulsados de la ciudad ideal que está elaborando. De los aspectos populares que caracterizan a la religión personal, hablaremos más adelante, al discutir la religiosidad de la época helenística y romana, que es donde hallaremos los ejemplos más curiosos.
La crisis religiosa de los siglos V-IV
La religión de la polis llegó a su punto culminante con las Guerras Médicas. Entre los griegos, la idea de que la salvación de Grecia se debió a la protección de los dioses —explícitamente expuesta en Heródoto— era un principio indiscutible. Por ello la gran época de la religión de la ciudad es, en Atenas, la primera parte del siglo V, aunque pronto van a aparecer indicios de un conflicto, de una crisis, que acabará con la fe en los dioses tradicionales.
Surge el conflicto ya en la sofística, que, con Protágoras, plantea el problema de la racionalización de la fe en la existencia de los dioses. Protágoras no es, desde luego, un ateo. Es más bien un escéptico, que afirma que «sobre los dioses, no puedo afirmar si existen o no, pues el tema es arduo y la existencia humana demasiado breve para resolverlo». Por su parte, otros sofistas abordan el tema del origen de la idea de Dios. En conjunto, la aspiración sofística de discutir, racionalmente, las bases de la tradición
acarreará una profunda crisis que dará al traste, finalmente, con la propia tradición. En la tragedia de Eurípides podemos calibrar hasta qué punto estas nuevas corrientes van a calar hondo en el espíritu ateniense y griego en general. Será vano el esfuerzo de Sófocles por sostener la idea de una norma absoluta—Dios— frente a la relatividad del conocimiento humano. Como será vano asimismo el ejemplo dado por Sócrates al propugnar el valor supremo de la ley de la ciudad frente a las corrientes relativistas e
individualistas que comienzan a aflorar en Grecia.
La derrota de Atenas frente a Esparta, durante la guerra del Peloponeso, será el momento decisivo: la existencia misma de la ciudad-estado está con ello amenazada de muerte. La primera parte del siglo IV representa un esfuerzo gigantesco en todos los órdenes, y también en el religioso, por conservar la tradición. Pero Platón es un buen ejemplo para vislumbrar cómo el relativismo moral y religioso está socavando las bases de la fe de los atenienses. El gran esfuerzo de Platón, sobre todo en Las Leyes, va encaminado a convencer a los ateos y a los impíos de la necesidad de la fe en Dios.
Sólo que ahora la noción misma de Dios está sufriendo cambios esenciales, En el campo de la filosofía, el problema de Dios se convierte en clave. Los dioses populares son aceptados por Platón, por ejemplo, pero sólo como una concesión. En el fondo, Platón elabora, partiendo de las bases que los filósofos habían echado antes, una nueva teología. Dios será para Platón, o el Bien supremo que todo lo ordena con vistas a lo mejor, o una Esencia trascendente, sólo accesible por vía mística. Noción ésta que, en el período final del helenismo, adquirirá una fuerza decisiva.
El problema teológico
Una de las cuestiones básicas que se ha planteado la filosofía griega es la de Dios. Pero las ideas de los filósofos griegos no siempre coinciden con creencias populares: más bien asistimos, en el curso de la historia de la filosofía helénica, a un esfuerzo por superar concepciones populares elevándose a una visión superior. Incluso en muchas ocasiones, al chocar las ideas filosóficas con las creencias populares se ha producido una cierta tensión, que no pocas veces ha desembocado en procesos por impiedad.
El esfuerzo más notable de los presocráticos se centra, en un principio, en el intento por superar la concepción mítica del mundo buscando, como causa (aitia) un principio superior, y despersonalizado, un principio más filosófico. Aunque aceptan la existencia de los dioses populares, esta aceptación debe considerarse con muchas restricciones, y, desde luego, casi siempre los aceptan para no chocar con las creencias de la ciudad. Cuando Heráclito afirma que «El único sabio quiere y no quiere ser llamado Zeus», tocamos muy de cerca esta actitud de prudencia de los primeros filósofos: ello quiere decir que Zeus puede asimilarse, en cierta medida, a la razón universal, pero, en última instancia, que no puede establecerse una identidad absoluta con Zeus. Lo mismo dice Esquilo —un poeta-teólogo—: «Zeus, quienquiera que sea, si este nombre le place, con él le invoco» —dice el coro del Agamenón.
El esfuerzo por hallar una causa, raíz del movimiento y explicación, en última instancia, de la génesis del mundo, cristaliza en Anaxágoras en su concepción del Nouç (Nous), la Mente o Razón que ordena el universo.
Pero es en Platón donde hallamos el esfuerzo más radical por construir una teología griega, aunque la ambigüedad con que se expresa hace difícil resumir sus doctrinas respecto a la divinidad.
Platón llama divinas muchas realidades: el Alma, el Demiurgo, el Bien, el conjunto de las Ideas; y los críticos se han esforzado por descubrir dónde radica, para el pensador, realmente la esencia de la Divinidad. En el Timeo, al esbozar sus ideas sobre la ordenación del cosmos, Platón habla del Demiurgo que, con la vista puesta en las Ideas, que le sirven de modelo, ordena el mundo. Pero si precisamente las Ideas son el modelo ideal, cabe suponer que, ontológicamennte, son superiores al propio Demiurgo, que no sería sino, en opinión de algunos críticos, la expresión mítica de la actividad creadora y ejemplar del mundo ideal. Por otra parte, como el alma del Mundo es el principio de movimiento del universo, se ha pensado que es ella el verdadero Dios para Platón.
La Física aristotélica culmina en lo que el filósofo llama el Primer motor inmóvil, que sería Dios. Pero no resulta claro si para Aristóteles Dios es sólo la causa final del cambio, o si es también su causa eficiente. Ross ha concluido, del análisis de las afirmaciones aristotélicas, que «Dios es la causa eficiente por ser la causa final, y no de otra manera». Dios es, pues, para Aristóteles, un ser eternamente vivo, cuyo influjo se expande a través del universo de modo que todo lo que acontece depende e él. El «primer cielo» es movido por El, y de este primer cielo el movimiento se extiende a los planos inferiores.
Mientras en Epicuro asistimos a un esfuerzo por «salvar», de alguna manera, la existencia de los dioses de la fe popular, aunque negando su providencia, y atribuyéndoles algunos rasgos que los diferencian algo de las creencias vulgares, en el estoicismo tenemos una teología novedosa: para los estoicos Dios se confunde con la razón universal y con el mismo universo. Azar y providencia son lo mismo, y por ello la ética del sabio estoico consiste en saber adaptarse a este determinismo absoluto. Zeus es identificado con este Dios, como ilustra el Himno a Zeus de Cleantes.
Una concepción distinta, que hunde sus raíces en la doctrina de la trascendencia del Bien (Platón, República 509 b) hallamos en Plotino. Para este pensador el Uno es identificado come la suprema realidad, de donde, por emanación brotan las otras realidades (la Inteligencia y el Alma). Pero del Uno, que es pura trascendencia, nada puede predicarse si no es de un modo negativo. Y, por otra parte, al ser trascendente, sólo puede accederse a él por la vía mística.
La piedad y la religión en el período final del helenismo
Uno de los rasgos que caracterizan al mundo griego de la época final de la Antigüedad es la obsesiva preocupación por el destino del alma. El hombre se interroga a sí mismo sobre su auténtica esencia. Quiere saber qué es, qué ha sido, qué será. Y esa pregunta fundamental se la hace tanto el cristiano como el pagano. Naturalmente, preguntarse qué es el hombre significa, asimismo, formularse la pregunta: «¿Qué es, realmente, Dios?».
La pequeñez del hombre ante el universo, en lo que insiste reiteradamente la literatura más o menos filosófica de esta época, viene, empero, complementada por el hecho de que se tiene conciencia de que el alma está llamada a un alto destino. Si por un lado Marco Aurelio señala que “todo el Océano es una gota del cosmos” (Reflexiones, VI, 36 ); si Plotino y Porfirio insisten en que la vida humana no es más que "ilusión”, la gran aspiración de los hombres -paganos y cristianos- reside en la búsqueda de Dios, y eso sólo puede encontrarse en el retiro del mundo y en la soledad.
Para entender esta actitud fundamental de este período es fuerza señalar los presupuestos de esa nueva piedad. Por lo pronto, se ha destruido la imagen tradicional del universo que domina desde Homero hasta el período clásico. Y, por otra parte, con la definitiva liquidación de la ciudad-estado han desaparecido las bases socio-políticas que apoyaban esa concepción tradicional: la visión clásica de la tierra como un disco plano, rodeada por el Océano, con el cielo arriba y el mundo de los muertos abajo, da paso a una concepción nueva en la que la tierra adquiere una forma esférica, inmóvil en el centro del universo, con los planetas y las estrellas a su alrededor. Y cuando Hiparco de Nicea rechaza la teoría de Aristarco, que postulaba un sistema heliocéntrico, para imponer su concepción geocéntrica, toda la imagen tradicional del universo salta hecha pedazos. En esta nueva visión se establece un mundo sublunar, donde reina la corrupción y la muerte, frente a un mundo supralunar, donde se hallan los astros, concebidos como dioses, con los dáimones como intermediarios. Dos son, por otra parte, las concesiones básicas que dominarán a lo largo de toda la antigüedad tardía, a partir ya de la misma
época helenística:
a) La doctrina de la sympatheia (sumpaqeia) o influjo mutuo de las diversas partes que constituyen el cosmos. Estas ideas han sido atribuidas tradicionalmente a Posidonio, y pronto van a convertirse en creencia básica común en la que se apoyará la concepción espiritualista de finales de la Antigüedad. La astrología, la magia, el ocultismo, la teurgia y la mántica, que son los grandes a constitutivos de la nueva piedad, se apoyarán en esta concepción científica del mundo.
b) En segundo lugar, la teoría de las fuerzas (dunameiç): el universo se concibe ahora como un espacio en donde actúan, con una concepción vitalista —seguramente doctrina de Posidonio también—, esas fuerzas. El universo se convierte, así, en un cosmos lleno de espíritus. La demonología será una doctrina que compartirán todas las corrientes de la época. El influjo de Oriente ha sido en este punto decisivo. La orientalización del pensamiento griego será un fenómeno que alcanzará grados distintos según la época, pero que es un elemento básico de la visión del mundo: el abandono de la especulación científica, la sustitución de la razón por el dogma, la creencia en doctrinas ocultas son ahora el rasgo decisivo del speculum mentis del hombre de finales de la Antigüedad. Y aun en aquellos autores que pretenden combatir esa orientalización hallaremos una
profunda impronta de toda esa corriente oriental.
De entre las grandes corrientes, espirituales del momento cabe señalar, por su importancia, tres: el neoplatonismo, el gnosticismo y el cristianismo. Todos ellos presentan rasgos comunes al lado de elementos específicos.
El neoplatonismo representa la síntesis final del mundo helénico, por obra de Plotino, aunque este movimiento viene preparado por una serie de fenómenos de síntesis más o menos lograda, de las doctrinas y las creencias contemporáneas o tradicionales. Sé tiende a un sincretismo religioso como se ha tendido a un intento de combinar las corrientes de pensamiento: el estoicismo se combina con el platonismo, con aportaciones aristotélicas en Posidonio; en el campo del platonismo, asistimos a una nueva valoración de los aspectos religiosos de la doctrina platónica de las ideas. Se constituye incluso un intento de armonización del helenismo con el judaísmo por obra de Filón de Alejandría. Por otra parte, el neoplatonismo es una actitud espiritualista que culmina en una mística. La gnosis es otra de las grandes corrientes: ha penetrado en todas las manifestaciones especulativas de esta época. Su creencia básica es la concepción de un mundo esencialmente malo, en el cual el alma humana se ve arrojada, pero del que intenta escapar. La búsqueda de la salvación del alma es obsesiva en esta corriente espiritual. El hombre gnóstico ha recibido la llamada de arriba, y la gnosis será la doctrina que le proporcionará la clave para escapar de ese mundo que es definido como la plenitud de la maldad (plhrwma thç kakiaç). Hay una gnosis cristiana y una gnosis pagana, con diferencias esenciales, aunque con un fondo común de doctrina. Mientras la gnosis cristiana busca la salvación del alma por medio de una intervención desde fuera (tal es la misión de Cristo, del Kyrios Christós), la pagana no acepta, en principio, la idea de una salvación externa. Esta viene por una revelación íntima que recibe el hombre gnóstico. Entre las corrientes gnósticas cristianas cabe mencionar el valentinianismo; como ejemplo de gnosis pagana tenemos las doctrinas contenidas en el llamado Corpus Hermético. Se trata de una serie de escritos en los que se contiene la revelación del dios egipcio Toth (Mermes).
Finalmente, el cristianismo. La diferencia esencial entre el cristianismo y la gnosis estriba, según el P. Festugière, en el concepto de agape. Es el amor de Dios lo que ha determinado el envío de Cristo para salvar, por medio de ese mismo amor, por medio de la agape, al hombre.
La desesperada búsqueda de una doctrina verdadera durante este período se revela en las numerosas conversiones de una doctrina a otra. El hombre busca la verdad, aunque esa verdad ya no se apoya en elementos especulativos, sino en algo que cabría llamar sentimental. Los filósofos paganos (como Clemente de Alejandría) se pasan al cristianismo, pero hay cristianos que se hacen gnósticos. La mayor parte de las herejías cristianas de este periodo son el resultado de una elaboración helenizante de la cristiana ortodoxa. La pugna entre filosofía y retórica es otro de los grandes fenómenos que, en el campo pagano, caracterizan esta época. El caso de Luciano es, en este punto, bien significativo. Mientras la retórica significa la vaciedad, la filosofía representa una entrega a unos principios que deben dirigir la conducta del hombre. Por ello la coherencia entre teoría filosófica y conducta práctica aparece a los ojos de Luciano como algo tan decisivo. Y, una vez desengañado de la filosofía, la sátira que contra ella dirige se orienta en esa
dirección: Los filósofos no son consecuentes con sus propias doctrinas. Finalmente, en Luciano hallamos una profunda corriente de escepticismo. La razón humana es incapaz de alcanzar la verdad suprema. Lo mejor es, por ello, la máxima: sé prudente y aprende a dudar.
Fue, sin duda, esa insatisfacción básica la que lleva a muchos espíritus a abrazar la doctrina cristiana, o a hacerse adeptos de la gnosis.
En:
J. Alsina Clota y R. A. Santiago Alvarez, Griego, Manuales de Orientación Universitaria, Editorial Anaya
Otro de los grandes movimientos místicos de la época arcaica es el orfismo. Hoy se discute la existencia real de un movimiento órfico (Dodds), si bien es innegable la aparición, en la Grecia arcaica, de unas doctrinas de carácter místico que se plantean, de un modo radical, el problema de la justicia más allá de la muerte (Nilsson). En un poema de Solón (fr. 1 A.) el poeta, portavoz en este momento de la crisis del espíritu arcaico, se plantea el terrible problema del castigo que Zeus envía al culpable. Para el poeta, lo que resulta incuestionable es que, al final, la justicia de Zeus ha de triunfar.
Si el culpable no paga en vida su pecado, se presentan dos alternativas:o el castigo queda sin sanción -y para Solón eso es irracional, absurdo- o bien inocentes reciben el castigo, o sus hijos, o la posterior generación.
Estamos ante un terrible dilema, que el genio griego va a resolver a su manera: para los órficos, la solución es clara. Si el culpable ha escapado al castigo de Zeus, hay que postular la existencia de otra vida, más allá de la tumba, donde el reo reciba la pena a la que se ha sustraído en vida. La otra respuesta, la que postula que los hijos pagarán la culpa de sus padres, la hallaremos ejemplificada en la tragedia.
El orfismo es, pues, en ciertos aspectos, la respuesta a un problema de ética y de lógica. El mal cometido debe recibir su sanción. Pero el orfismo contiene otros importantes aspectos: Como concepción total de la vida, mediante un mito antropogónico, quiere explicar el dualismo básico que, en esa concepción, preside la existencia humana: cuando Dionisio estaba a punto de nacer del vientre de Semele, Hera, con sus artimañas, consiguió que ésta pidiera a su amante Zeus, padre del futuro Dionisio, que apareciera con todo su esplendor. El resultado fue que la lluvia de oro incandescente en que apareció produjo un terrible incendio, en el que sucumbió la propia Semele.
Pero Zeus consiguió salvar del vientre de la infortunada Semele el feto de Dioniso, cuya gestación terminó en el cuerpo de Zeus. Una vez nacido, Dioniso —que simboliza el aspecto bueno de lo humano- fue devorado por los Titanes —que, en el mito, representan las tendencias malas—. Pero los Titanes fueron fulminados, y de las cenizas se creó al primer hombre, que, dados los materiales de que estaba constituido, es un ser dual, que encierra un principio bueno, que se debe fomentar —el dionisíaco—, y el malo, el titánico, que hay que combatir, y, si es posible, anular. Con ese mito se pretende explicar el misticismo órfico: el alma humana, el principio dionisíaco, aspira a independizarse del cuerpo, de la materia, del principio titánico, malvado. Hay, después de la muerte, un juicio de cada hombre, y un premio o un castigo de acuerdo con la conducta llevada en la vida terrenal.
El orfismo —y su correlato en filosofía, el pitagorismo— ejerció un fuerte influjo en la historia del espiritualismo helénico. Con él se introduce un dualismo que estará llamado a tener hondas repercusiones en los tiempos futuros: en Empédocles, en Platón, para renacer, con gran fuerza, en la época romana.
Religión personal
La religión de la ciudad ofrecía escaso margen a determinados aspectos de las aspiraciones religiosas más íntimas. Era una religión ritual, con escaso contenido. Y es natural que, al lado y a veces frente a la religión de la ciudad, apareciera una religión personal, con contenidos muy variados. Las grandes manifestaciones de esa corriente personal varían según las épocas y de acuerdo con el talante y la pertenencia social de sus creadores.
Tenemos, por ejemplo, lo que cabría llamar la religión de los poetas, que han trabajado,
normalmente, para purificar la noción de dios de aspectos que no podían satisfacer todas sus exigencias Y así, frente a Hornero, el poeta Hesiodo sienta las bases de una religión de Zeus, en la que este dios aparece prácticamente como el dios por excelencia al que los demás le están, en cierto modo, subordinados. Esta tendencia, más o menos larvada, hacia el monoteísmo la hallaremos también en ciertos fílósofos como Jenófanes, que pugna, como Hesíodo en una época anterior, para purificar de la noción de dios una serie de atributos que, a su juicio, no le correspondían. «Hay un solo dios, el más grande entre todos los dioses», afirma Jenófanes, y en ello no ve el poeta una contradicción, aunque nos lo parezca a nosotros. Por su parte, en Píndaro tendremos otros ejemplos de la lucha de la poesía griega por elevarse a una visión más pura de dios. También Esquilo, que elaborará, con las bases de la concepción de Hesíodo, una religión de Zeus, que simboliza los aspectos más profundos de la vida cósmica y humana. Platón, por su parte, declarará la guerra a la poesía por haber, a su juicio, atribuido a los dioses atributos indignos de Dios, o de los dioses. Y declarará que los poetas deberán ser expulsados de la ciudad ideal que está elaborando. De los aspectos populares que caracterizan a la religión personal, hablaremos más adelante, al discutir la religiosidad de la época helenística y romana, que es donde hallaremos los ejemplos más curiosos.
La crisis religiosa de los siglos V-IV
La religión de la polis llegó a su punto culminante con las Guerras Médicas. Entre los griegos, la idea de que la salvación de Grecia se debió a la protección de los dioses —explícitamente expuesta en Heródoto— era un principio indiscutible. Por ello la gran época de la religión de la ciudad es, en Atenas, la primera parte del siglo V, aunque pronto van a aparecer indicios de un conflicto, de una crisis, que acabará con la fe en los dioses tradicionales.
Surge el conflicto ya en la sofística, que, con Protágoras, plantea el problema de la racionalización de la fe en la existencia de los dioses. Protágoras no es, desde luego, un ateo. Es más bien un escéptico, que afirma que «sobre los dioses, no puedo afirmar si existen o no, pues el tema es arduo y la existencia humana demasiado breve para resolverlo». Por su parte, otros sofistas abordan el tema del origen de la idea de Dios. En conjunto, la aspiración sofística de discutir, racionalmente, las bases de la tradición
acarreará una profunda crisis que dará al traste, finalmente, con la propia tradición. En la tragedia de Eurípides podemos calibrar hasta qué punto estas nuevas corrientes van a calar hondo en el espíritu ateniense y griego en general. Será vano el esfuerzo de Sófocles por sostener la idea de una norma absoluta—Dios— frente a la relatividad del conocimiento humano. Como será vano asimismo el ejemplo dado por Sócrates al propugnar el valor supremo de la ley de la ciudad frente a las corrientes relativistas e
individualistas que comienzan a aflorar en Grecia.
La derrota de Atenas frente a Esparta, durante la guerra del Peloponeso, será el momento decisivo: la existencia misma de la ciudad-estado está con ello amenazada de muerte. La primera parte del siglo IV representa un esfuerzo gigantesco en todos los órdenes, y también en el religioso, por conservar la tradición. Pero Platón es un buen ejemplo para vislumbrar cómo el relativismo moral y religioso está socavando las bases de la fe de los atenienses. El gran esfuerzo de Platón, sobre todo en Las Leyes, va encaminado a convencer a los ateos y a los impíos de la necesidad de la fe en Dios.
Sólo que ahora la noción misma de Dios está sufriendo cambios esenciales, En el campo de la filosofía, el problema de Dios se convierte en clave. Los dioses populares son aceptados por Platón, por ejemplo, pero sólo como una concesión. En el fondo, Platón elabora, partiendo de las bases que los filósofos habían echado antes, una nueva teología. Dios será para Platón, o el Bien supremo que todo lo ordena con vistas a lo mejor, o una Esencia trascendente, sólo accesible por vía mística. Noción ésta que, en el período final del helenismo, adquirirá una fuerza decisiva.
El problema teológico
Una de las cuestiones básicas que se ha planteado la filosofía griega es la de Dios. Pero las ideas de los filósofos griegos no siempre coinciden con creencias populares: más bien asistimos, en el curso de la historia de la filosofía helénica, a un esfuerzo por superar concepciones populares elevándose a una visión superior. Incluso en muchas ocasiones, al chocar las ideas filosóficas con las creencias populares se ha producido una cierta tensión, que no pocas veces ha desembocado en procesos por impiedad.
El esfuerzo más notable de los presocráticos se centra, en un principio, en el intento por superar la concepción mítica del mundo buscando, como causa (aitia) un principio superior, y despersonalizado, un principio más filosófico. Aunque aceptan la existencia de los dioses populares, esta aceptación debe considerarse con muchas restricciones, y, desde luego, casi siempre los aceptan para no chocar con las creencias de la ciudad. Cuando Heráclito afirma que «El único sabio quiere y no quiere ser llamado Zeus», tocamos muy de cerca esta actitud de prudencia de los primeros filósofos: ello quiere decir que Zeus puede asimilarse, en cierta medida, a la razón universal, pero, en última instancia, que no puede establecerse una identidad absoluta con Zeus. Lo mismo dice Esquilo —un poeta-teólogo—: «Zeus, quienquiera que sea, si este nombre le place, con él le invoco» —dice el coro del Agamenón.
El esfuerzo por hallar una causa, raíz del movimiento y explicación, en última instancia, de la génesis del mundo, cristaliza en Anaxágoras en su concepción del Nouç (Nous), la Mente o Razón que ordena el universo.
Pero es en Platón donde hallamos el esfuerzo más radical por construir una teología griega, aunque la ambigüedad con que se expresa hace difícil resumir sus doctrinas respecto a la divinidad.
Platón llama divinas muchas realidades: el Alma, el Demiurgo, el Bien, el conjunto de las Ideas; y los críticos se han esforzado por descubrir dónde radica, para el pensador, realmente la esencia de la Divinidad. En el Timeo, al esbozar sus ideas sobre la ordenación del cosmos, Platón habla del Demiurgo que, con la vista puesta en las Ideas, que le sirven de modelo, ordena el mundo. Pero si precisamente las Ideas son el modelo ideal, cabe suponer que, ontológicamennte, son superiores al propio Demiurgo, que no sería sino, en opinión de algunos críticos, la expresión mítica de la actividad creadora y ejemplar del mundo ideal. Por otra parte, como el alma del Mundo es el principio de movimiento del universo, se ha pensado que es ella el verdadero Dios para Platón.
La Física aristotélica culmina en lo que el filósofo llama el Primer motor inmóvil, que sería Dios. Pero no resulta claro si para Aristóteles Dios es sólo la causa final del cambio, o si es también su causa eficiente. Ross ha concluido, del análisis de las afirmaciones aristotélicas, que «Dios es la causa eficiente por ser la causa final, y no de otra manera». Dios es, pues, para Aristóteles, un ser eternamente vivo, cuyo influjo se expande a través del universo de modo que todo lo que acontece depende e él. El «primer cielo» es movido por El, y de este primer cielo el movimiento se extiende a los planos inferiores.
Mientras en Epicuro asistimos a un esfuerzo por «salvar», de alguna manera, la existencia de los dioses de la fe popular, aunque negando su providencia, y atribuyéndoles algunos rasgos que los diferencian algo de las creencias vulgares, en el estoicismo tenemos una teología novedosa: para los estoicos Dios se confunde con la razón universal y con el mismo universo. Azar y providencia son lo mismo, y por ello la ética del sabio estoico consiste en saber adaptarse a este determinismo absoluto. Zeus es identificado con este Dios, como ilustra el Himno a Zeus de Cleantes.
Una concepción distinta, que hunde sus raíces en la doctrina de la trascendencia del Bien (Platón, República 509 b) hallamos en Plotino. Para este pensador el Uno es identificado come la suprema realidad, de donde, por emanación brotan las otras realidades (la Inteligencia y el Alma). Pero del Uno, que es pura trascendencia, nada puede predicarse si no es de un modo negativo. Y, por otra parte, al ser trascendente, sólo puede accederse a él por la vía mística.
La piedad y la religión en el período final del helenismo
Uno de los rasgos que caracterizan al mundo griego de la época final de la Antigüedad es la obsesiva preocupación por el destino del alma. El hombre se interroga a sí mismo sobre su auténtica esencia. Quiere saber qué es, qué ha sido, qué será. Y esa pregunta fundamental se la hace tanto el cristiano como el pagano. Naturalmente, preguntarse qué es el hombre significa, asimismo, formularse la pregunta: «¿Qué es, realmente, Dios?».
La pequeñez del hombre ante el universo, en lo que insiste reiteradamente la literatura más o menos filosófica de esta época, viene, empero, complementada por el hecho de que se tiene conciencia de que el alma está llamada a un alto destino. Si por un lado Marco Aurelio señala que “todo el Océano es una gota del cosmos” (Reflexiones, VI, 36 ); si Plotino y Porfirio insisten en que la vida humana no es más que "ilusión”, la gran aspiración de los hombres -paganos y cristianos- reside en la búsqueda de Dios, y eso sólo puede encontrarse en el retiro del mundo y en la soledad.
Para entender esta actitud fundamental de este período es fuerza señalar los presupuestos de esa nueva piedad. Por lo pronto, se ha destruido la imagen tradicional del universo que domina desde Homero hasta el período clásico. Y, por otra parte, con la definitiva liquidación de la ciudad-estado han desaparecido las bases socio-políticas que apoyaban esa concepción tradicional: la visión clásica de la tierra como un disco plano, rodeada por el Océano, con el cielo arriba y el mundo de los muertos abajo, da paso a una concepción nueva en la que la tierra adquiere una forma esférica, inmóvil en el centro del universo, con los planetas y las estrellas a su alrededor. Y cuando Hiparco de Nicea rechaza la teoría de Aristarco, que postulaba un sistema heliocéntrico, para imponer su concepción geocéntrica, toda la imagen tradicional del universo salta hecha pedazos. En esta nueva visión se establece un mundo sublunar, donde reina la corrupción y la muerte, frente a un mundo supralunar, donde se hallan los astros, concebidos como dioses, con los dáimones como intermediarios. Dos son, por otra parte, las concesiones básicas que dominarán a lo largo de toda la antigüedad tardía, a partir ya de la misma
época helenística:
a) La doctrina de la sympatheia (sumpaqeia) o influjo mutuo de las diversas partes que constituyen el cosmos. Estas ideas han sido atribuidas tradicionalmente a Posidonio, y pronto van a convertirse en creencia básica común en la que se apoyará la concepción espiritualista de finales de la Antigüedad. La astrología, la magia, el ocultismo, la teurgia y la mántica, que son los grandes a constitutivos de la nueva piedad, se apoyarán en esta concepción científica del mundo.
b) En segundo lugar, la teoría de las fuerzas (dunameiç): el universo se concibe ahora como un espacio en donde actúan, con una concepción vitalista —seguramente doctrina de Posidonio también—, esas fuerzas. El universo se convierte, así, en un cosmos lleno de espíritus. La demonología será una doctrina que compartirán todas las corrientes de la época. El influjo de Oriente ha sido en este punto decisivo. La orientalización del pensamiento griego será un fenómeno que alcanzará grados distintos según la época, pero que es un elemento básico de la visión del mundo: el abandono de la especulación científica, la sustitución de la razón por el dogma, la creencia en doctrinas ocultas son ahora el rasgo decisivo del speculum mentis del hombre de finales de la Antigüedad. Y aun en aquellos autores que pretenden combatir esa orientalización hallaremos una
profunda impronta de toda esa corriente oriental.
De entre las grandes corrientes, espirituales del momento cabe señalar, por su importancia, tres: el neoplatonismo, el gnosticismo y el cristianismo. Todos ellos presentan rasgos comunes al lado de elementos específicos.
El neoplatonismo representa la síntesis final del mundo helénico, por obra de Plotino, aunque este movimiento viene preparado por una serie de fenómenos de síntesis más o menos lograda, de las doctrinas y las creencias contemporáneas o tradicionales. Sé tiende a un sincretismo religioso como se ha tendido a un intento de combinar las corrientes de pensamiento: el estoicismo se combina con el platonismo, con aportaciones aristotélicas en Posidonio; en el campo del platonismo, asistimos a una nueva valoración de los aspectos religiosos de la doctrina platónica de las ideas. Se constituye incluso un intento de armonización del helenismo con el judaísmo por obra de Filón de Alejandría. Por otra parte, el neoplatonismo es una actitud espiritualista que culmina en una mística. La gnosis es otra de las grandes corrientes: ha penetrado en todas las manifestaciones especulativas de esta época. Su creencia básica es la concepción de un mundo esencialmente malo, en el cual el alma humana se ve arrojada, pero del que intenta escapar. La búsqueda de la salvación del alma es obsesiva en esta corriente espiritual. El hombre gnóstico ha recibido la llamada de arriba, y la gnosis será la doctrina que le proporcionará la clave para escapar de ese mundo que es definido como la plenitud de la maldad (plhrwma thç kakiaç). Hay una gnosis cristiana y una gnosis pagana, con diferencias esenciales, aunque con un fondo común de doctrina. Mientras la gnosis cristiana busca la salvación del alma por medio de una intervención desde fuera (tal es la misión de Cristo, del Kyrios Christós), la pagana no acepta, en principio, la idea de una salvación externa. Esta viene por una revelación íntima que recibe el hombre gnóstico. Entre las corrientes gnósticas cristianas cabe mencionar el valentinianismo; como ejemplo de gnosis pagana tenemos las doctrinas contenidas en el llamado Corpus Hermético. Se trata de una serie de escritos en los que se contiene la revelación del dios egipcio Toth (Mermes).
Finalmente, el cristianismo. La diferencia esencial entre el cristianismo y la gnosis estriba, según el P. Festugière, en el concepto de agape. Es el amor de Dios lo que ha determinado el envío de Cristo para salvar, por medio de ese mismo amor, por medio de la agape, al hombre.
La desesperada búsqueda de una doctrina verdadera durante este período se revela en las numerosas conversiones de una doctrina a otra. El hombre busca la verdad, aunque esa verdad ya no se apoya en elementos especulativos, sino en algo que cabría llamar sentimental. Los filósofos paganos (como Clemente de Alejandría) se pasan al cristianismo, pero hay cristianos que se hacen gnósticos. La mayor parte de las herejías cristianas de este periodo son el resultado de una elaboración helenizante de la cristiana ortodoxa. La pugna entre filosofía y retórica es otro de los grandes fenómenos que, en el campo pagano, caracterizan esta época. El caso de Luciano es, en este punto, bien significativo. Mientras la retórica significa la vaciedad, la filosofía representa una entrega a unos principios que deben dirigir la conducta del hombre. Por ello la coherencia entre teoría filosófica y conducta práctica aparece a los ojos de Luciano como algo tan decisivo. Y, una vez desengañado de la filosofía, la sátira que contra ella dirige se orienta en esa
dirección: Los filósofos no son consecuentes con sus propias doctrinas. Finalmente, en Luciano hallamos una profunda corriente de escepticismo. La razón humana es incapaz de alcanzar la verdad suprema. Lo mejor es, por ello, la máxima: sé prudente y aprende a dudar.
Fue, sin duda, esa insatisfacción básica la que lleva a muchos espíritus a abrazar la doctrina cristiana, o a hacerse adeptos de la gnosis.
En:
J. Alsina Clota y R. A. Santiago Alvarez, Griego, Manuales de Orientación Universitaria, Editorial Anaya
Aspectos del sentimiento religioso griego (I)
El fenómeno religioso
Es un hecho que Occidente ha asistido a un paulatino descubrimiento del fenómeno griego: de forma más o menos segura, más o menos firme, los grandes valores de la cultura griega se han ido incorporando al acervo espiritual de Occidente. Sólo la religión parece estar muy alejada de lo que podemos llamar el espíritu europeo. Y asoma la pregunta: ¿Acaso los griegos no fueron religiosos? ¿Es que la visión religiosa que elaboró Grecia no tiene nada que decirnos? La verdad es que, en principio, la causa fundamental de este curioso hecho estriba en que nos hemos empeñado en medir el sentimiento religioso griego con módulos cristianos. Y, colocados en esta perspectiva, es claro que grandes aspectos de la religión griega deben parecernos, hasta cierto punto, extraños. Si definimos el fenómeno religioso con módulos cristianos debe resultar evidente que una religión de la que está ausente la noción de un Dios creador, único, salvador de la Humanidad, providente y amoroso, ha de sernos extraña sin remedio.
Hay una actitud —que aparece incluso en los primeros autores cristianos— que consiste en ver lo griego como una anticipación, una preparación para lo cristiano. La religión griega sería como una praeparatio evangelica, como una etapa de la Humanidad en la que ésta, sólo con las armas de la razón, ha intuido aspectos importantes del cristianisno, que cuenta ya con la revelación. Lo griego como una etapa de la experiencia humana a la que le falta algo por lo que, inconscientemente, suspira. Tal la actitud, en la Antigüedad, de Eusebio de Cesárea, y, un poco antes, de Clemente de Alejandría; en la época moderna, la de un Festugière, quien en su libro L'idéal réligieux des Grecs et l’Evangile ha sentado las bases de esta interesante postura.
Otra actitud —quizá más aceptable históricamente— es la de quienes, como W. F. Otto, pretenden descubrir la esencia ideal de la religión de los griegos, y llegan a afirmar —reaccionando contra posturas opuestas— que el fenómeno religioso griego es «una de las más grandes ideas religiosas de la Humanidad». Pero Otto cae en una postura también exclusivista, aunque de signo opuesto: para él el módulo con que debe medirse el cristianismo sería el módulo griego. En su libro Los dioses de Grecia (Die Götter Griechenlands) ha presentado el hecho religioso helénico con una visión idealista.
Mientras para el cristianismo el centro es Dios, para Otto el centro es el Hombre. La religión griega, hecha de luz y de belleza, ha sido adulterada por el fenómeno cristiano, que la ha rebajado, eliminando sus aspectos más hermosos.
No es necesario advertir que una y otra postura se excluyen mutuamente, y que el camino debe consistir en un análisis riguroso, histórico, que ponga en claro los hechos típicos de eso que hemos convenido en llamar la religión griega.
Rasgos esenciales de la religión griega
No resulta una fácil tarea señalar los elementos que definen el hecho religioso griego, sobre todo después de cuanto hemos dicho en el apartado anterior. De un lado, la religión es un fenómeno que presenta unos cambios profundos en Grecia a medida que se desarrolla con el tiempo. De Homero a Platón hay un abismo. Pero es que, al mismo tiempo, las profundas transformaciones socio-culturales influyen en la religión. Y si añadimos que la religión ha presentado aspectos muy distintos según predomine en ella el componente que podemos llamar indoeuropeo o el Mediterráneo (las dos grandes fuentes de la religión griega según Pettazzoni), habremos esbozado las dificultades que presenta todo intento de análisis. Sin embargo, cabe distinguir unos cuantos rasgos específicos que enumeramos a continuación:
1. Por lo pronto, la lengua griega carece de un término específico para designar lo religioso. Términos como eusebeia (piedad), eulabeia (precaución). Se entiende: ante los dioses y los daímones), qreskeia (ritual), que son los más cercanos a nuestra idea de religión, no expresan comprensivamente el concepto moderno de «relación con lo divino». En algunos casos, el griego acude al expediente de nombrar todo cuanto se refiere al hecho religioso con esa perífrasis tan conocida de « lo que atañe a los dioses» (ta peri twn dewn).
2. En términos generales, la idea de un dogma y de un libro revelado es ajena al concepto griego de religión. Tampoco hay en Grecia una casta sacerdotal, como en Oriente. Hay ciertas excepciones, como las del orfismo. Pero se trata, en este caso, de corrientes muy concretas, que nunca llegaron a cristalizar como algo específico de lo griego.
3. La religión griega tradicional hunde sus raíces en la vida de la polis. Es, pues, eminentemente social. Tomar parte en los sacrificios y las fiestas religiosas es el signo más claro de la aceptación del hecho religioso, como es el derecho básico del ciudadano.
4. El carácter social de la religión helénica explica que, en la cultura griega, una buena parte de los géneros literarios se hayan constituido a partir de un ritual religioso que se va desacralizando, aunque queden restos más o menos formales de este origen. Véase, para la lírica, el libro de F. R. Adrados, Los orígenes de la lírica griega, Madrid, Rev. de Occ., 1976.
5. Aunque hemos señalado la ausencia de dogmas, existe la posibilidad de un conflicto religioso, sobre todo cuando la actitud personal puede afectar al culto de los dioses. Negarse a este culto era plantear la posibilidad de que los dioses —protectores de la ciudad— abandonaran su actitud protectora. Ahí está la raíz político-religiosa de algunos de los grandes procesos contra determinadas personas que atacaban, o ponían en peligro los fundamentos de la polis: recordemos el caso de Sócrates.
6. La religión de la polis tendía, pues, a acaparar todos los aspectos externos del culto. Pero, al lado de esa religión política podían producirse determinados movimientos que trascendían el campo puramente local. Entonces asistimos a la formación de determinadas tendencias religiosas que presentan aspectos más amplios: como ejemplos, cabe citar la religión délfica, el movimiento dionisíaco, el culto de los misterios. Nos ocuparemos de ellos en su momento.
7. Pero los griegos distinguían, al mismo tiempo, dos grandes zonas religiosas: la religión olímpica y la religión ctónica. Un abismo separaba ambas concepciones, si bien asistimos a intentos de síntesis. Los dioses olímpicos, cuyo ejemplo más radiante lo tenemos en Hornero, son dioses antropomórfícos que se han repartido —mítica y culturalmente— el universo. Aman la luz, la claridad, la razón. Sus relaciones con los hombres están presididas por una especie de pacto (do ut des), de modo que, a cambio de un culto específico, son los que protegen al hombre y, en su caso, a la ciudad. A veces simbolizan aspectos muy concretos de la fuerza de la naturaleza: Afrodita el impulso amoroso, Artemis la vida solitaria en los bosques, con su correlato, la evitación del comercio amoroso, la vida pura; Deméter la fuerza que hace germinar los cereales. Y como cada dios cubre sólo un aspecto muy concreto de la vida, pueden surgir conflictos, que terminan normalmente con la aniquilación del hombre que ha escogido uno solo de estos dos caminos posibles: así, Hipólito, aplastado entre la fuerza de Afrodita y la de Artemis. Así, Penteo, que ha rechazado el culto a Dioniso.
La religión ctónica —de origen agrícola— simboliza el culto a las fuerzas oscuras, irracionales, presociales. El culto que reciben tiene lugar durante la noche, y las víctimas que se les ofrecen son distintas de las que se ofrecen a los olímpicos. El culto a los héroes, sin duda una continuación del culto a los muertos, ha nacido de esa religión.
La ciudad-estado ha intentado, y normalmente lo ha conseguido, realizar una síntesis que abarque los dos aspectos, el olímpico y el ctónico. Asi se dan casos en que un dios olímpico ha recibido ritos que, originariamente, estaban dedicados a las fuerzas oscuras de la tierra. Ritos mágicos y catárticos, que en principio eran atributo de los dioses ctónicos, se ofrecen a los olímpicos que han sustituido a un dios infernal. Así, en las Diasias, fiesta originariamente consagrada a una divinidad ctónica, realizan ritos ctónicos dedicados a Zeus, que, a su vez, presenta el aspecto serpiente, animal ctónico por excelencia. Y, en general, cabe decir que la mayoría de las fiestas griegas comportan ceremonias de origen agrario, pero están consagradas a divinidades olímpicas, como ha demostrado Nilsson en su libro Fiestas griegas (Giechische Feste). Fenómeno parecido hallamos en las Tesmoforias (fiesta con ritos mágicos para asegurar la fertilidad del campo), dedicada a Deméter.
Legalismo, misticismo y soteriología
Durante la época arcaica asistimos a la aparición de fenómenos anlitélicos, aunque en cierta medida complementarios, en el campo de la religión griega, surgen dos tendencias que Nilsson ha calificado de legalismo y de misticismo que presentan rasgos específicos que conviene analizar:
1. De un lado, la aparición y desarrollo del culto de Apolo en Delfos, dios aristocrático, cuya doctrina básica es la de las barreras profundas que separan no sólo al hombre de Dios, sino las mismas clases sociales entre sí. El pecado original de la religión délfica es la hybris, es decir, todo intento por superar los límites. El orgullo y la soberbia del hombre que aspira a algo más de lo que es puramente humano es hybris, es insolencia, es pecado, y los dioses castigan cruelmente esta transgresión de la norma. Contra la hybris los dioses responden con la némesis. La nulidad de la vida humana es puesta constantemente de relieve por esta religión. Su centro fue el santuario de Delfos, desde donde irradian sus doctrinas, que normalmente son aceptadas por los regímenes aristocráticos.
El dios de Delfos, Apolo, tiene en el santuario un oráculo, desde donde presta su auxilio a quienes van a consultarle. Pero sus respuestas son enigmáticas, oscuras, y normalmente el hombre no acierta a descifrarlas en el sentido querido por el dios. Al mismo tiempo, existe una literatura délfica, que propaga los principios del apolinismo (Heródoto, Píndaro, Estesícoro, Platón, entre otros, según Defradas, Les thèmes de la propagande delphique, París, 1954).
2. Pero el espíritu griego arcaico quedaría incompleto si, al lado de Apolo, el dios de la distancia, no hubiera surgido Dioniso, el dios de la unión. Durante el siglo VI aparece en Grecia una corriente de misticismo, un movimiento religioso democrático (Gernet-Boulanger), que busca prosélitos y que impone duros castigos a quienes intentan oponerse a la fuerza arrolladora de sus ritos (Licurgo, Penteo). Dioniso, simbolizado en el vino, significa, al mismo tiempo, frente a Apolo (que es la razón), las fuerzas irracionales, liberadoras, del hombre. En los ritos nocturnos que le son consagrados, el hombre consigue, mediante la participación en la comida ritual del animal descuartizado vivo, la comunión con el dios, simbolizado en ese animal. Sus adoradores —en su mayoría mujeres, las bacantes o ménades— se reúnen en grupos colectivos, los tíasos, y emplean como instrumentos culturales el tambor, el tirso, la flauta, todos ellos de origen oriental, como el mismo dios. La belleza y al tiempo la crueldad de esa religión ha sido expresada maravillosamente por Eurípides en su tragedia Las Bacantes.
3. Tanto la religión délfica como la dionisíaca son religiones que nada tienen que ver con un deseo de salvación, con una aspiración al más allá. Pero el hombre griego ha sentido, en esta época, también un irrefrenable impulso hacia lo soteriológico, aunque esta aspiración no alcance, en la época arcaica, la fuerza que adquirirá en la época final del helenismo. Surge así una religión originalmente agraria, de carácter mistérico, que promete a sus iniciados una vida nueva, aunque no se trate del hombre nuevo del cristianismo primitivo. Es la religión de los misterios eleusinos, consagrados a Deméter. El símbolo es aquí el trigo, que muere y renace, como morirá y renacerá a una vida mejor el mystes, el iniciado. Se trata de un aspecto muy curioso de la concepción religiosa helénica, que, normalmente, no se plantea la cuestión de una supervivencia en el más allá, si no es en casos muy concretos.
Es un hecho que Occidente ha asistido a un paulatino descubrimiento del fenómeno griego: de forma más o menos segura, más o menos firme, los grandes valores de la cultura griega se han ido incorporando al acervo espiritual de Occidente. Sólo la religión parece estar muy alejada de lo que podemos llamar el espíritu europeo. Y asoma la pregunta: ¿Acaso los griegos no fueron religiosos? ¿Es que la visión religiosa que elaboró Grecia no tiene nada que decirnos? La verdad es que, en principio, la causa fundamental de este curioso hecho estriba en que nos hemos empeñado en medir el sentimiento religioso griego con módulos cristianos. Y, colocados en esta perspectiva, es claro que grandes aspectos de la religión griega deben parecernos, hasta cierto punto, extraños. Si definimos el fenómeno religioso con módulos cristianos debe resultar evidente que una religión de la que está ausente la noción de un Dios creador, único, salvador de la Humanidad, providente y amoroso, ha de sernos extraña sin remedio.
Hay una actitud —que aparece incluso en los primeros autores cristianos— que consiste en ver lo griego como una anticipación, una preparación para lo cristiano. La religión griega sería como una praeparatio evangelica, como una etapa de la Humanidad en la que ésta, sólo con las armas de la razón, ha intuido aspectos importantes del cristianisno, que cuenta ya con la revelación. Lo griego como una etapa de la experiencia humana a la que le falta algo por lo que, inconscientemente, suspira. Tal la actitud, en la Antigüedad, de Eusebio de Cesárea, y, un poco antes, de Clemente de Alejandría; en la época moderna, la de un Festugière, quien en su libro L'idéal réligieux des Grecs et l’Evangile ha sentado las bases de esta interesante postura.
Otra actitud —quizá más aceptable históricamente— es la de quienes, como W. F. Otto, pretenden descubrir la esencia ideal de la religión de los griegos, y llegan a afirmar —reaccionando contra posturas opuestas— que el fenómeno religioso griego es «una de las más grandes ideas religiosas de la Humanidad». Pero Otto cae en una postura también exclusivista, aunque de signo opuesto: para él el módulo con que debe medirse el cristianismo sería el módulo griego. En su libro Los dioses de Grecia (Die Götter Griechenlands) ha presentado el hecho religioso helénico con una visión idealista.
Mientras para el cristianismo el centro es Dios, para Otto el centro es el Hombre. La religión griega, hecha de luz y de belleza, ha sido adulterada por el fenómeno cristiano, que la ha rebajado, eliminando sus aspectos más hermosos.
No es necesario advertir que una y otra postura se excluyen mutuamente, y que el camino debe consistir en un análisis riguroso, histórico, que ponga en claro los hechos típicos de eso que hemos convenido en llamar la religión griega.
Rasgos esenciales de la religión griega
No resulta una fácil tarea señalar los elementos que definen el hecho religioso griego, sobre todo después de cuanto hemos dicho en el apartado anterior. De un lado, la religión es un fenómeno que presenta unos cambios profundos en Grecia a medida que se desarrolla con el tiempo. De Homero a Platón hay un abismo. Pero es que, al mismo tiempo, las profundas transformaciones socio-culturales influyen en la religión. Y si añadimos que la religión ha presentado aspectos muy distintos según predomine en ella el componente que podemos llamar indoeuropeo o el Mediterráneo (las dos grandes fuentes de la religión griega según Pettazzoni), habremos esbozado las dificultades que presenta todo intento de análisis. Sin embargo, cabe distinguir unos cuantos rasgos específicos que enumeramos a continuación:
1. Por lo pronto, la lengua griega carece de un término específico para designar lo religioso. Términos como eusebeia (piedad), eulabeia (precaución). Se entiende: ante los dioses y los daímones), qreskeia (ritual), que son los más cercanos a nuestra idea de religión, no expresan comprensivamente el concepto moderno de «relación con lo divino». En algunos casos, el griego acude al expediente de nombrar todo cuanto se refiere al hecho religioso con esa perífrasis tan conocida de « lo que atañe a los dioses» (ta peri twn dewn).
2. En términos generales, la idea de un dogma y de un libro revelado es ajena al concepto griego de religión. Tampoco hay en Grecia una casta sacerdotal, como en Oriente. Hay ciertas excepciones, como las del orfismo. Pero se trata, en este caso, de corrientes muy concretas, que nunca llegaron a cristalizar como algo específico de lo griego.
3. La religión griega tradicional hunde sus raíces en la vida de la polis. Es, pues, eminentemente social. Tomar parte en los sacrificios y las fiestas religiosas es el signo más claro de la aceptación del hecho religioso, como es el derecho básico del ciudadano.
4. El carácter social de la religión helénica explica que, en la cultura griega, una buena parte de los géneros literarios se hayan constituido a partir de un ritual religioso que se va desacralizando, aunque queden restos más o menos formales de este origen. Véase, para la lírica, el libro de F. R. Adrados, Los orígenes de la lírica griega, Madrid, Rev. de Occ., 1976.
5. Aunque hemos señalado la ausencia de dogmas, existe la posibilidad de un conflicto religioso, sobre todo cuando la actitud personal puede afectar al culto de los dioses. Negarse a este culto era plantear la posibilidad de que los dioses —protectores de la ciudad— abandonaran su actitud protectora. Ahí está la raíz político-religiosa de algunos de los grandes procesos contra determinadas personas que atacaban, o ponían en peligro los fundamentos de la polis: recordemos el caso de Sócrates.
6. La religión de la polis tendía, pues, a acaparar todos los aspectos externos del culto. Pero, al lado de esa religión política podían producirse determinados movimientos que trascendían el campo puramente local. Entonces asistimos a la formación de determinadas tendencias religiosas que presentan aspectos más amplios: como ejemplos, cabe citar la religión délfica, el movimiento dionisíaco, el culto de los misterios. Nos ocuparemos de ellos en su momento.
7. Pero los griegos distinguían, al mismo tiempo, dos grandes zonas religiosas: la religión olímpica y la religión ctónica. Un abismo separaba ambas concepciones, si bien asistimos a intentos de síntesis. Los dioses olímpicos, cuyo ejemplo más radiante lo tenemos en Hornero, son dioses antropomórfícos que se han repartido —mítica y culturalmente— el universo. Aman la luz, la claridad, la razón. Sus relaciones con los hombres están presididas por una especie de pacto (do ut des), de modo que, a cambio de un culto específico, son los que protegen al hombre y, en su caso, a la ciudad. A veces simbolizan aspectos muy concretos de la fuerza de la naturaleza: Afrodita el impulso amoroso, Artemis la vida solitaria en los bosques, con su correlato, la evitación del comercio amoroso, la vida pura; Deméter la fuerza que hace germinar los cereales. Y como cada dios cubre sólo un aspecto muy concreto de la vida, pueden surgir conflictos, que terminan normalmente con la aniquilación del hombre que ha escogido uno solo de estos dos caminos posibles: así, Hipólito, aplastado entre la fuerza de Afrodita y la de Artemis. Así, Penteo, que ha rechazado el culto a Dioniso.
La religión ctónica —de origen agrícola— simboliza el culto a las fuerzas oscuras, irracionales, presociales. El culto que reciben tiene lugar durante la noche, y las víctimas que se les ofrecen son distintas de las que se ofrecen a los olímpicos. El culto a los héroes, sin duda una continuación del culto a los muertos, ha nacido de esa religión.
La ciudad-estado ha intentado, y normalmente lo ha conseguido, realizar una síntesis que abarque los dos aspectos, el olímpico y el ctónico. Asi se dan casos en que un dios olímpico ha recibido ritos que, originariamente, estaban dedicados a las fuerzas oscuras de la tierra. Ritos mágicos y catárticos, que en principio eran atributo de los dioses ctónicos, se ofrecen a los olímpicos que han sustituido a un dios infernal. Así, en las Diasias, fiesta originariamente consagrada a una divinidad ctónica, realizan ritos ctónicos dedicados a Zeus, que, a su vez, presenta el aspecto serpiente, animal ctónico por excelencia. Y, en general, cabe decir que la mayoría de las fiestas griegas comportan ceremonias de origen agrario, pero están consagradas a divinidades olímpicas, como ha demostrado Nilsson en su libro Fiestas griegas (Giechische Feste). Fenómeno parecido hallamos en las Tesmoforias (fiesta con ritos mágicos para asegurar la fertilidad del campo), dedicada a Deméter.
Legalismo, misticismo y soteriología
Durante la época arcaica asistimos a la aparición de fenómenos anlitélicos, aunque en cierta medida complementarios, en el campo de la religión griega, surgen dos tendencias que Nilsson ha calificado de legalismo y de misticismo que presentan rasgos específicos que conviene analizar:
1. De un lado, la aparición y desarrollo del culto de Apolo en Delfos, dios aristocrático, cuya doctrina básica es la de las barreras profundas que separan no sólo al hombre de Dios, sino las mismas clases sociales entre sí. El pecado original de la religión délfica es la hybris, es decir, todo intento por superar los límites. El orgullo y la soberbia del hombre que aspira a algo más de lo que es puramente humano es hybris, es insolencia, es pecado, y los dioses castigan cruelmente esta transgresión de la norma. Contra la hybris los dioses responden con la némesis. La nulidad de la vida humana es puesta constantemente de relieve por esta religión. Su centro fue el santuario de Delfos, desde donde irradian sus doctrinas, que normalmente son aceptadas por los regímenes aristocráticos.
El dios de Delfos, Apolo, tiene en el santuario un oráculo, desde donde presta su auxilio a quienes van a consultarle. Pero sus respuestas son enigmáticas, oscuras, y normalmente el hombre no acierta a descifrarlas en el sentido querido por el dios. Al mismo tiempo, existe una literatura délfica, que propaga los principios del apolinismo (Heródoto, Píndaro, Estesícoro, Platón, entre otros, según Defradas, Les thèmes de la propagande delphique, París, 1954).
2. Pero el espíritu griego arcaico quedaría incompleto si, al lado de Apolo, el dios de la distancia, no hubiera surgido Dioniso, el dios de la unión. Durante el siglo VI aparece en Grecia una corriente de misticismo, un movimiento religioso democrático (Gernet-Boulanger), que busca prosélitos y que impone duros castigos a quienes intentan oponerse a la fuerza arrolladora de sus ritos (Licurgo, Penteo). Dioniso, simbolizado en el vino, significa, al mismo tiempo, frente a Apolo (que es la razón), las fuerzas irracionales, liberadoras, del hombre. En los ritos nocturnos que le son consagrados, el hombre consigue, mediante la participación en la comida ritual del animal descuartizado vivo, la comunión con el dios, simbolizado en ese animal. Sus adoradores —en su mayoría mujeres, las bacantes o ménades— se reúnen en grupos colectivos, los tíasos, y emplean como instrumentos culturales el tambor, el tirso, la flauta, todos ellos de origen oriental, como el mismo dios. La belleza y al tiempo la crueldad de esa religión ha sido expresada maravillosamente por Eurípides en su tragedia Las Bacantes.
3. Tanto la religión délfica como la dionisíaca son religiones que nada tienen que ver con un deseo de salvación, con una aspiración al más allá. Pero el hombre griego ha sentido, en esta época, también un irrefrenable impulso hacia lo soteriológico, aunque esta aspiración no alcance, en la época arcaica, la fuerza que adquirirá en la época final del helenismo. Surge así una religión originalmente agraria, de carácter mistérico, que promete a sus iniciados una vida nueva, aunque no se trate del hombre nuevo del cristianismo primitivo. Es la religión de los misterios eleusinos, consagrados a Deméter. El símbolo es aquí el trigo, que muere y renace, como morirá y renacerá a una vida mejor el mystes, el iniciado. Se trata de un aspecto muy curioso de la concepción religiosa helénica, que, normalmente, no se plantea la cuestión de una supervivencia en el más allá, si no es en casos muy concretos.
Extraído de:
J. Alsina Clota y R. A. Santiago Alvárez, Griego, Manuales de Orientación Universitaria, Editorial Anaya
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