Otro de los grandes movimientos místicos de la época arcaica es el orfismo. Hoy se discute la existencia real de un movimiento órfico (Dodds), si bien es innegable la aparición, en la Grecia arcaica, de unas doctrinas de carácter místico que se plantean, de un modo radical, el problema de la justicia más allá de la muerte (Nilsson). En un poema de Solón (fr. 1 A.) el poeta, portavoz en este momento de la crisis del espíritu arcaico, se plantea el terrible problema del castigo que Zeus envía al culpable. Para el poeta, lo que resulta incuestionable es que, al final, la justicia de Zeus ha de triunfar.
Si el culpable no paga en vida su pecado, se presentan dos alternativas:o el castigo queda sin sanción -y para Solón eso es irracional, absurdo- o bien inocentes reciben el castigo, o sus hijos, o la posterior generación.
Estamos ante un terrible dilema, que el genio griego va a resolver a su manera: para los órficos, la solución es clara. Si el culpable ha escapado al castigo de Zeus, hay que postular la existencia de otra vida, más allá de la tumba, donde el reo reciba la pena a la que se ha sustraído en vida. La otra respuesta, la que postula que los hijos pagarán la culpa de sus padres, la hallaremos ejemplificada en la tragedia.
El orfismo es, pues, en ciertos aspectos, la respuesta a un problema de ética y de lógica. El mal cometido debe recibir su sanción. Pero el orfismo contiene otros importantes aspectos: Como concepción total de la vida, mediante un mito antropogónico, quiere explicar el dualismo básico que, en esa concepción, preside la existencia humana: cuando Dionisio estaba a punto de nacer del vientre de Semele, Hera, con sus artimañas, consiguió que ésta pidiera a su amante Zeus, padre del futuro Dionisio, que apareciera con todo su esplendor. El resultado fue que la lluvia de oro incandescente en que apareció produjo un terrible incendio, en el que sucumbió la propia Semele.
Pero Zeus consiguió salvar del vientre de la infortunada Semele el feto de Dioniso, cuya gestación terminó en el cuerpo de Zeus. Una vez nacido, Dioniso —que simboliza el aspecto bueno de lo humano- fue devorado por los Titanes —que, en el mito, representan las tendencias malas—. Pero los Titanes fueron fulminados, y de las cenizas se creó al primer hombre, que, dados los materiales de que estaba constituido, es un ser dual, que encierra un principio bueno, que se debe fomentar —el dionisíaco—, y el malo, el titánico, que hay que combatir, y, si es posible, anular. Con ese mito se pretende explicar el misticismo órfico: el alma humana, el principio dionisíaco, aspira a independizarse del cuerpo, de la materia, del principio titánico, malvado. Hay, después de la muerte, un juicio de cada hombre, y un premio o un castigo de acuerdo con la conducta llevada en la vida terrenal.
El orfismo —y su correlato en filosofía, el pitagorismo— ejerció un fuerte influjo en la historia del espiritualismo helénico. Con él se introduce un dualismo que estará llamado a tener hondas repercusiones en los tiempos futuros: en Empédocles, en Platón, para renacer, con gran fuerza, en la época romana.
Religión personal
La religión de la ciudad ofrecía escaso margen a determinados aspectos de las aspiraciones religiosas más íntimas. Era una religión ritual, con escaso contenido. Y es natural que, al lado y a veces frente a la religión de la ciudad, apareciera una religión personal, con contenidos muy variados. Las grandes manifestaciones de esa corriente personal varían según las épocas y de acuerdo con el talante y la pertenencia social de sus creadores.
Tenemos, por ejemplo, lo que cabría llamar la religión de los poetas, que han trabajado,
normalmente, para purificar la noción de dios de aspectos que no podían satisfacer todas sus exigencias Y así, frente a Hornero, el poeta Hesiodo sienta las bases de una religión de Zeus, en la que este dios aparece prácticamente como el dios por excelencia al que los demás le están, en cierto modo, subordinados. Esta tendencia, más o menos larvada, hacia el monoteísmo la hallaremos también en ciertos fílósofos como Jenófanes, que pugna, como Hesíodo en una época anterior, para purificar de la noción de dios una serie de atributos que, a su juicio, no le correspondían. «Hay un solo dios, el más grande entre todos los dioses», afirma Jenófanes, y en ello no ve el poeta una contradicción, aunque nos lo parezca a nosotros. Por su parte, en Píndaro tendremos otros ejemplos de la lucha de la poesía griega por elevarse a una visión más pura de dios. También Esquilo, que elaborará, con las bases de la concepción de Hesíodo, una religión de Zeus, que simboliza los aspectos más profundos de la vida cósmica y humana. Platón, por su parte, declarará la guerra a la poesía por haber, a su juicio, atribuido a los dioses atributos indignos de Dios, o de los dioses. Y declarará que los poetas deberán ser expulsados de la ciudad ideal que está elaborando. De los aspectos populares que caracterizan a la religión personal, hablaremos más adelante, al discutir la religiosidad de la época helenística y romana, que es donde hallaremos los ejemplos más curiosos.
La crisis religiosa de los siglos V-IV
La religión de la polis llegó a su punto culminante con las Guerras Médicas. Entre los griegos, la idea de que la salvación de Grecia se debió a la protección de los dioses —explícitamente expuesta en Heródoto— era un principio indiscutible. Por ello la gran época de la religión de la ciudad es, en Atenas, la primera parte del siglo V, aunque pronto van a aparecer indicios de un conflicto, de una crisis, que acabará con la fe en los dioses tradicionales.
Surge el conflicto ya en la sofística, que, con Protágoras, plantea el problema de la racionalización de la fe en la existencia de los dioses. Protágoras no es, desde luego, un ateo. Es más bien un escéptico, que afirma que «sobre los dioses, no puedo afirmar si existen o no, pues el tema es arduo y la existencia humana demasiado breve para resolverlo». Por su parte, otros sofistas abordan el tema del origen de la idea de Dios. En conjunto, la aspiración sofística de discutir, racionalmente, las bases de la tradición
acarreará una profunda crisis que dará al traste, finalmente, con la propia tradición. En la tragedia de Eurípides podemos calibrar hasta qué punto estas nuevas corrientes van a calar hondo en el espíritu ateniense y griego en general. Será vano el esfuerzo de Sófocles por sostener la idea de una norma absoluta—Dios— frente a la relatividad del conocimiento humano. Como será vano asimismo el ejemplo dado por Sócrates al propugnar el valor supremo de la ley de la ciudad frente a las corrientes relativistas e
individualistas que comienzan a aflorar en Grecia.
La derrota de Atenas frente a Esparta, durante la guerra del Peloponeso, será el momento decisivo: la existencia misma de la ciudad-estado está con ello amenazada de muerte. La primera parte del siglo IV representa un esfuerzo gigantesco en todos los órdenes, y también en el religioso, por conservar la tradición. Pero Platón es un buen ejemplo para vislumbrar cómo el relativismo moral y religioso está socavando las bases de la fe de los atenienses. El gran esfuerzo de Platón, sobre todo en Las Leyes, va encaminado a convencer a los ateos y a los impíos de la necesidad de la fe en Dios.
Sólo que ahora la noción misma de Dios está sufriendo cambios esenciales, En el campo de la filosofía, el problema de Dios se convierte en clave. Los dioses populares son aceptados por Platón, por ejemplo, pero sólo como una concesión. En el fondo, Platón elabora, partiendo de las bases que los filósofos habían echado antes, una nueva teología. Dios será para Platón, o el Bien supremo que todo lo ordena con vistas a lo mejor, o una Esencia trascendente, sólo accesible por vía mística. Noción ésta que, en el período final del helenismo, adquirirá una fuerza decisiva.
El problema teológico
Una de las cuestiones básicas que se ha planteado la filosofía griega es la de Dios. Pero las ideas de los filósofos griegos no siempre coinciden con creencias populares: más bien asistimos, en el curso de la historia de la filosofía helénica, a un esfuerzo por superar concepciones populares elevándose a una visión superior. Incluso en muchas ocasiones, al chocar las ideas filosóficas con las creencias populares se ha producido una cierta tensión, que no pocas veces ha desembocado en procesos por impiedad.
El esfuerzo más notable de los presocráticos se centra, en un principio, en el intento por superar la concepción mítica del mundo buscando, como causa (aitia) un principio superior, y despersonalizado, un principio más filosófico. Aunque aceptan la existencia de los dioses populares, esta aceptación debe considerarse con muchas restricciones, y, desde luego, casi siempre los aceptan para no chocar con las creencias de la ciudad. Cuando Heráclito afirma que «El único sabio quiere y no quiere ser llamado Zeus», tocamos muy de cerca esta actitud de prudencia de los primeros filósofos: ello quiere decir que Zeus puede asimilarse, en cierta medida, a la razón universal, pero, en última instancia, que no puede establecerse una identidad absoluta con Zeus. Lo mismo dice Esquilo —un poeta-teólogo—: «Zeus, quienquiera que sea, si este nombre le place, con él le invoco» —dice el coro del Agamenón.
El esfuerzo por hallar una causa, raíz del movimiento y explicación, en última instancia, de la génesis del mundo, cristaliza en Anaxágoras en su concepción del Nouç (Nous), la Mente o Razón que ordena el universo.
Pero es en Platón donde hallamos el esfuerzo más radical por construir una teología griega, aunque la ambigüedad con que se expresa hace difícil resumir sus doctrinas respecto a la divinidad.
Platón llama divinas muchas realidades: el Alma, el Demiurgo, el Bien, el conjunto de las Ideas; y los críticos se han esforzado por descubrir dónde radica, para el pensador, realmente la esencia de la Divinidad. En el Timeo, al esbozar sus ideas sobre la ordenación del cosmos, Platón habla del Demiurgo que, con la vista puesta en las Ideas, que le sirven de modelo, ordena el mundo. Pero si precisamente las Ideas son el modelo ideal, cabe suponer que, ontológicamennte, son superiores al propio Demiurgo, que no sería sino, en opinión de algunos críticos, la expresión mítica de la actividad creadora y ejemplar del mundo ideal. Por otra parte, como el alma del Mundo es el principio de movimiento del universo, se ha pensado que es ella el verdadero Dios para Platón.
La Física aristotélica culmina en lo que el filósofo llama el Primer motor inmóvil, que sería Dios. Pero no resulta claro si para Aristóteles Dios es sólo la causa final del cambio, o si es también su causa eficiente. Ross ha concluido, del análisis de las afirmaciones aristotélicas, que «Dios es la causa eficiente por ser la causa final, y no de otra manera». Dios es, pues, para Aristóteles, un ser eternamente vivo, cuyo influjo se expande a través del universo de modo que todo lo que acontece depende e él. El «primer cielo» es movido por El, y de este primer cielo el movimiento se extiende a los planos inferiores.
Mientras en Epicuro asistimos a un esfuerzo por «salvar», de alguna manera, la existencia de los dioses de la fe popular, aunque negando su providencia, y atribuyéndoles algunos rasgos que los diferencian algo de las creencias vulgares, en el estoicismo tenemos una teología novedosa: para los estoicos Dios se confunde con la razón universal y con el mismo universo. Azar y providencia son lo mismo, y por ello la ética del sabio estoico consiste en saber adaptarse a este determinismo absoluto. Zeus es identificado con este Dios, como ilustra el Himno a Zeus de Cleantes.
Una concepción distinta, que hunde sus raíces en la doctrina de la trascendencia del Bien (Platón, República 509 b) hallamos en Plotino. Para este pensador el Uno es identificado come la suprema realidad, de donde, por emanación brotan las otras realidades (la Inteligencia y el Alma). Pero del Uno, que es pura trascendencia, nada puede predicarse si no es de un modo negativo. Y, por otra parte, al ser trascendente, sólo puede accederse a él por la vía mística.
La piedad y la religión en el período final del helenismo
Uno de los rasgos que caracterizan al mundo griego de la época final de la Antigüedad es la obsesiva preocupación por el destino del alma. El hombre se interroga a sí mismo sobre su auténtica esencia. Quiere saber qué es, qué ha sido, qué será. Y esa pregunta fundamental se la hace tanto el cristiano como el pagano. Naturalmente, preguntarse qué es el hombre significa, asimismo, formularse la pregunta: «¿Qué es, realmente, Dios?».
La pequeñez del hombre ante el universo, en lo que insiste reiteradamente la literatura más o menos filosófica de esta época, viene, empero, complementada por el hecho de que se tiene conciencia de que el alma está llamada a un alto destino. Si por un lado Marco Aurelio señala que “todo el Océano es una gota del cosmos” (Reflexiones, VI, 36 ); si Plotino y Porfirio insisten en que la vida humana no es más que "ilusión”, la gran aspiración de los hombres -paganos y cristianos- reside en la búsqueda de Dios, y eso sólo puede encontrarse en el retiro del mundo y en la soledad.
Para entender esta actitud fundamental de este período es fuerza señalar los presupuestos de esa nueva piedad. Por lo pronto, se ha destruido la imagen tradicional del universo que domina desde Homero hasta el período clásico. Y, por otra parte, con la definitiva liquidación de la ciudad-estado han desaparecido las bases socio-políticas que apoyaban esa concepción tradicional: la visión clásica de la tierra como un disco plano, rodeada por el Océano, con el cielo arriba y el mundo de los muertos abajo, da paso a una concepción nueva en la que la tierra adquiere una forma esférica, inmóvil en el centro del universo, con los planetas y las estrellas a su alrededor. Y cuando Hiparco de Nicea rechaza la teoría de Aristarco, que postulaba un sistema heliocéntrico, para imponer su concepción geocéntrica, toda la imagen tradicional del universo salta hecha pedazos. En esta nueva visión se establece un mundo sublunar, donde reina la corrupción y la muerte, frente a un mundo supralunar, donde se hallan los astros, concebidos como dioses, con los dáimones como intermediarios. Dos son, por otra parte, las concesiones básicas que dominarán a lo largo de toda la antigüedad tardía, a partir ya de la misma
época helenística:
a) La doctrina de la sympatheia (sumpaqeia) o influjo mutuo de las diversas partes que constituyen el cosmos. Estas ideas han sido atribuidas tradicionalmente a Posidonio, y pronto van a convertirse en creencia básica común en la que se apoyará la concepción espiritualista de finales de la Antigüedad. La astrología, la magia, el ocultismo, la teurgia y la mántica, que son los grandes a constitutivos de la nueva piedad, se apoyarán en esta concepción científica del mundo.
b) En segundo lugar, la teoría de las fuerzas (dunameiç): el universo se concibe ahora como un espacio en donde actúan, con una concepción vitalista —seguramente doctrina de Posidonio también—, esas fuerzas. El universo se convierte, así, en un cosmos lleno de espíritus. La demonología será una doctrina que compartirán todas las corrientes de la época. El influjo de Oriente ha sido en este punto decisivo. La orientalización del pensamiento griego será un fenómeno que alcanzará grados distintos según la época, pero que es un elemento básico de la visión del mundo: el abandono de la especulación científica, la sustitución de la razón por el dogma, la creencia en doctrinas ocultas son ahora el rasgo decisivo del speculum mentis del hombre de finales de la Antigüedad. Y aun en aquellos autores que pretenden combatir esa orientalización hallaremos una
profunda impronta de toda esa corriente oriental.
De entre las grandes corrientes, espirituales del momento cabe señalar, por su importancia, tres: el neoplatonismo, el gnosticismo y el cristianismo. Todos ellos presentan rasgos comunes al lado de elementos específicos.
El neoplatonismo representa la síntesis final del mundo helénico, por obra de Plotino, aunque este movimiento viene preparado por una serie de fenómenos de síntesis más o menos lograda, de las doctrinas y las creencias contemporáneas o tradicionales. Sé tiende a un sincretismo religioso como se ha tendido a un intento de combinar las corrientes de pensamiento: el estoicismo se combina con el platonismo, con aportaciones aristotélicas en Posidonio; en el campo del platonismo, asistimos a una nueva valoración de los aspectos religiosos de la doctrina platónica de las ideas. Se constituye incluso un intento de armonización del helenismo con el judaísmo por obra de Filón de Alejandría. Por otra parte, el neoplatonismo es una actitud espiritualista que culmina en una mística. La gnosis es otra de las grandes corrientes: ha penetrado en todas las manifestaciones especulativas de esta época. Su creencia básica es la concepción de un mundo esencialmente malo, en el cual el alma humana se ve arrojada, pero del que intenta escapar. La búsqueda de la salvación del alma es obsesiva en esta corriente espiritual. El hombre gnóstico ha recibido la llamada de arriba, y la gnosis será la doctrina que le proporcionará la clave para escapar de ese mundo que es definido como la plenitud de la maldad (plhrwma thç kakiaç). Hay una gnosis cristiana y una gnosis pagana, con diferencias esenciales, aunque con un fondo común de doctrina. Mientras la gnosis cristiana busca la salvación del alma por medio de una intervención desde fuera (tal es la misión de Cristo, del Kyrios Christós), la pagana no acepta, en principio, la idea de una salvación externa. Esta viene por una revelación íntima que recibe el hombre gnóstico. Entre las corrientes gnósticas cristianas cabe mencionar el valentinianismo; como ejemplo de gnosis pagana tenemos las doctrinas contenidas en el llamado Corpus Hermético. Se trata de una serie de escritos en los que se contiene la revelación del dios egipcio Toth (Mermes).
Finalmente, el cristianismo. La diferencia esencial entre el cristianismo y la gnosis estriba, según el P. Festugière, en el concepto de agape. Es el amor de Dios lo que ha determinado el envío de Cristo para salvar, por medio de ese mismo amor, por medio de la agape, al hombre.
La desesperada búsqueda de una doctrina verdadera durante este período se revela en las numerosas conversiones de una doctrina a otra. El hombre busca la verdad, aunque esa verdad ya no se apoya en elementos especulativos, sino en algo que cabría llamar sentimental. Los filósofos paganos (como Clemente de Alejandría) se pasan al cristianismo, pero hay cristianos que se hacen gnósticos. La mayor parte de las herejías cristianas de este periodo son el resultado de una elaboración helenizante de la cristiana ortodoxa. La pugna entre filosofía y retórica es otro de los grandes fenómenos que, en el campo pagano, caracterizan esta época. El caso de Luciano es, en este punto, bien significativo. Mientras la retórica significa la vaciedad, la filosofía representa una entrega a unos principios que deben dirigir la conducta del hombre. Por ello la coherencia entre teoría filosófica y conducta práctica aparece a los ojos de Luciano como algo tan decisivo. Y, una vez desengañado de la filosofía, la sátira que contra ella dirige se orienta en esa
dirección: Los filósofos no son consecuentes con sus propias doctrinas. Finalmente, en Luciano hallamos una profunda corriente de escepticismo. La razón humana es incapaz de alcanzar la verdad suprema. Lo mejor es, por ello, la máxima: sé prudente y aprende a dudar.
Fue, sin duda, esa insatisfacción básica la que lleva a muchos espíritus a abrazar la doctrina cristiana, o a hacerse adeptos de la gnosis.
En:
J. Alsina Clota y R. A. Santiago Alvarez, Griego, Manuales de Orientación Universitaria, Editorial Anaya
No hay comentarios:
Publicar un comentario